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Tribuna:
Tribuna
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Retóricas de la telefobia

El pensador A. O. Hirschmann, publicó hace pocos años un excelente libro titulado Retórica de la Intrasigencia donde repasaba con ácido rigor el modelo y la forma de los argumentos del pensamiento conservador frente a las acciones de intervención social con pretensiones reformistas.También nosotros queremos recoger los elementos que constituyen los argumentos principales de ese discurso que sitúa a la televisión en el hipotálamo de todos los males sociales. La telefobia viene de lejos y afecta a todo intelectual fino que se precie de su agudeza, pero se dispara cuando programas como Tómbola o Gran Hermano se convierten en cultura popular y permite a estos pensadores llenar hojas impresas de periódicos. El primer conjunto de argumentos los vamos a denominar la tesis de la insalubridad de las pantallas: Ver la televisión -y por extensión cualquier pantalla- es perjudicial para la salud. Empezaron intentando buscar efectos cancerígenos de las radiaciones televisivas pero ante la imposibilidad de demostrarlo se limitaron a afirmar que ver la televisión reblandece el cerebro convirtiéndonos en seres indolentes, apáticos y analfabetos funcionales en el mejor de los casos y violentos asesinos potenciales en el peor. Sartori, en su Homo Videns, Homo Digitalis aporta una buena cantidad de harina de este costal. La tesis de la insalubridad queda sin embargo en entredicho con la trampa lógica de la afirmación de Hans Magnus Enzensberger: "Porqué el teórico sigue teniendo una moral intacta, es capaz de distinguir con nitidez entre la realidad y el engaño y goza de total inmunidad frente a la idiotización que él constata en los demás". Otra buena pista de la banalidad de dicha tesis puede ser que los mismos argumentos se repetían a finales del Siglo XVIII para criticar la lectura -hoy sacralizada-: "La postura forzada y la ausencia de movimiento físico durante la lectura, combinada con esa sucesión tan violenta de ideas y sentimientos crea pereza, conglutinación, hinchazón y obstrucción de las visceras, en una palabra, hipocondría, que, como se sabe, afecta en ambos sexos a los órganos sexuales y conduce al estancamientos y corrupción de la sangre, aspereza y tensiones, y, en general a la consunción y reblandecimiento de todo el cuerpo" -citado en Cavallo Y Chartrier (1997): Historia de la lectura. Edit Taurus, pág 458-. Si obviamos el tema de la conglutinación podemos comprobar que los síntomas son muy parecidos a los que se auguran para los televidentes contemporáneos

El segundo conjunto de argumentos se centra en la tesis de la conspiración del capital para adocenar a las masas a través del entretenimiento y desviar sus atenciones de temas de más enjundia social (especialmente en cómo y porqué se distribuye el poder) para reducirnos con técnicas jibáricas de ciudadanos integrales a carne de centro comercial. El panem et circense clásico, elevado a la potencia de las parabólicas. Preclaros autores nos ilustran sobre cómo nos venden la moto y todo un ejército de apocalípticos nos alertan de las maquinaciones, manipulaciones y demás trampas televisivas que nos preparan las grandes corporaciones de la comunicación en connivencia con la trilateral.

El tercer conjunto de argumentos tiene que ver con la tesis de la degradación moral que nos provoca la atracción hipnótica por la televisión truculenta y morbosa que refuerza la satisfacción de los más bajos e insanos de nuestros instintos. Sexo, violencia, información rosa, y demás casquerias visuales se convierten en ingredientes de una dieta que nos depara un insalubre trayecto hacia la podredumbre ética. Las televisiones compiten en peligrosa espiral por manufacturar aquel producto que contenga mayores dosis de hediondez siempre que consiga maximizar audiencias.

Estas dos últimas retóricas resultan más difíciles de ridiculizar en una columna periodística y las objeciones que presentamos son más de grado que de contenido, así como de relativizar su supuesta vinculación al fenómeno televisivo. El entretenimiento en la realidad social pretelevisiva también se alimentaba en mayor o menor medida de hechos truculentos y morbosos. Desde la Biblia, hasta la literatura romántica, pasando por la Chanson de Roland contienen pasajes donde al margen de la direccionalidad histórica del relato se repasan con deleite sexo, violencia y cotilleos irrelevantes para el sentido del discurso.

Respecto a la conspiración del capital, resulta sospechoso que esos gabinetes en la sombra que gobiernan el mundo se gasten tantos miles de millones de dólares en entontecernos sofisticadamente para que después dejen publicar unos opúsculos a Montalbán, Savater, Touraine, Chomsky, Habermas, Ramonet entre otros para que nos puedan abrir los ojos. ¿Cómo es que son tan eficientes para unas cosas y tan torpes para otras?

Parece evidente que la consideración de la televisión como instrumento de comunicación social legitimado por la teoría social -y no sólo como artefacto perverso- es una tarea pendiente para el siglo XXI. El cine lo consiguió durante el XX y ya nadie vincula la calidad del mensaje al medio sobre el que se transmite. No hay ninguna reserva en aceptar que existe cine sublime y cine ramplón. ¿Seríamos capaces de afirmar lo mismo para la televisión, especialmente sobre la primera parte de la expresión?

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Yo no digo que en parte estas retóricas no recojan tendencias acertadas del cosmos televisivo, lo que pretendo defender es que la demonización de la televisión por parte de la intelligentsia Gutemberg y bienpensante, se ha convertido en un ejercicio tan convencional que refleja la misma banalidad que pretende criticar. Gran Hermano no fue para rasgarse las vestiduras ni refleja ninguna enfermedad social. Se trata de un producto televisivo -y yo diría que bastante inofensivo- que combina con habilidad las características de los culebrones ficcionales (múltiples personajes, que alternan sus papeles de héroes y villanos, sin línea narrativa y sujeta a los efectos de los golpes de guión), las sit-com, los concursos y los realities shows en un entorno de realización y presentación realmente innovador. Y si he de señalar cuestiones que me han provocado repugnancia moral en los últimos tiempos confieso que puedo obtener tantas muestras de "otras artes" comunicativas como de la televisión. Para poner algunos ejemplos entre las primeras; la impudicia de la explotación cinematográfica de la intimidad real entre la Kidman y el Cruise del "maestro e intelectual" Kubrick en Eyes Wide Shut, la descripción de la violación de una niña en la novela Plenilunio del refinado y sensible Muñoz Molina, por no nombrar a las fatuas retóricas de tertulianos radiofónicos o el informe de la Real Academia de la Historia.

Así, si queremos indignarnos podemos hacerlo con variadas dimensiones de nuestra realidad social y comunicativa. Recomiendo a algunos azotes de la cultura de masas que aligeren sus retóricas telefóbicas, porque se han convertido en clichés poco explicativos. He de recordarles que 28 millones de españoles no vieron Gran Hermano. A ver si resulta que la televisión no sólo nos hace tontos a aquellos que la vemos.

El pensador A. O. Hirschmann, publicó hace pocos años un excelente libro titulado Retórica de la Intrasigencia donde repasaba con ácido rigor el modelo y la forma de los argumentos del pensamiento conservador frente a las acciones de intervención social con pretensiones reformistas.También nosotros queremos recoger los elementos que constituyen los argumentos principales de ese discurso que sitúa a la televisión en el hipotálamo de todos los males sociales. La telefobia viene de lejos y afecta a todo intelectual fino que se precie de su agudeza, pero se dispara cuando programas como Tómbola o Gran Hermano se convierten en cultura popular y permite a estos pensadores llenar hojas impresas de periódicos. El primer conjunto de argumentos los vamos a denominar la tesis de la insalubridad de las pantallas: Ver la televisión -y por extensión cualquier pantalla- es perjudicial para la salud. Empezaron intentando buscar efectos cancerígenos de las radiaciones televisivas pero ante la imposibilidad de demostrarlo se limitaron a afirmar que ver la televisión reblandece el cerebro convirtiéndonos en seres indolentes, apáticos y analfabetos funcionales en el mejor de los casos y violentos asesinos potenciales en el peor. Sartori, en su Homo Videns, Homo Digitalis aporta una buena cantidad de harina de este costal. La tesis de la insalubridad queda sin embargo en entredicho con la trampa lógica de la afirmación de Hans Magnus Enzensberger: "Porqué el teórico sigue teniendo una moral intacta, es capaz de distinguir con nitidez entre la realidad y el engaño y goza de total inmunidad frente a la idiotización que él constata en los demás". Otra buena pista de la banalidad de dicha tesis puede ser que los mismos argumentos se repetían a finales del Siglo XVIII para criticar la lectura -hoy sacralizada-: "La postura forzada y la ausencia de movimiento físico durante la lectura, combinada con esa sucesión tan violenta de ideas y sentimientos crea pereza, conglutinación, hinchazón y obstrucción de las visceras, en una palabra, hipocondría, que, como se sabe, afecta en ambos sexos a los órganos sexuales y conduce al estancamientos y corrupción de la sangre, aspereza y tensiones, y, en general a la consunción y reblandecimiento de todo el cuerpo" -citado en Cavallo Y Chartrier (1997): Historia de la lectura. Edit Taurus, pág 458-. Si obviamos el tema de la conglutinación podemos comprobar que los síntomas son muy parecidos a los que se auguran para los televidentes contemporáneos

El segundo conjunto de argumentos se centra en la tesis de la conspiración del capital para adocenar a las masas a través del entretenimiento y desviar sus atenciones de temas de más enjundia social (especialmente en cómo y porqué se distribuye el poder) para reducirnos con técnicas jibáricas de ciudadanos integrales a carne de centro comercial. El panem et circense clásico, elevado a la potencia de las parabólicas. Preclaros autores nos ilustran sobre cómo nos venden la moto y todo un ejército de apocalípticos nos alertan de las maquinaciones, manipulaciones y demás trampas televisivas que nos preparan las grandes corporaciones de la comunicación en connivencia con la trilateral.

El tercer conjunto de argumentos tiene que ver con la tesis de la degradación moral que nos provoca la atracción hipnótica por la televisión truculenta y morbosa que refuerza la satisfacción de los más bajos e insanos de nuestros instintos. Sexo, violencia, información rosa, y demás casquerias visuales se convierten en ingredientes de una dieta que nos depara un insalubre trayecto hacia la podredumbre ética. Las televisiones compiten en peligrosa espiral por manufacturar aquel producto que contenga mayores dosis de hediondez siempre que consiga maximizar audiencias.

Estas dos últimas retóricas resultan más difíciles de ridiculizar en una columna periodística y las objeciones que presentamos son más de grado que de contenido, así como de relativizar su supuesta vinculación al fenómeno televisivo. El entretenimiento en la realidad social pretelevisiva también se alimentaba en mayor o menor medida de hechos truculentos y morbosos. Desde la Biblia, hasta la literatura romántica, pasando por la Chanson de Roland contienen pasajes donde al margen de la direccionalidad histórica del relato se repasan con deleite sexo, violencia y cotilleos irrelevantes para el sentido del discurso.

Respecto a la conspiración del capital, resulta sospechoso que esos gabinetes en la sombra que gobiernan el mundo se gasten tantos miles de millones de dólares en entontecernos sofisticadamente para que después dejen publicar unos opúsculos a Montalbán, Savater, Touraine, Chomsky, Habermas, Ramonet entre otros para que nos puedan abrir los ojos. ¿Cómo es que son tan eficientes para unas cosas y tan torpes para otras?

Parece evidente que la consideración de la televisión como instrumento de comunicación social legitimado por la teoría social -y no sólo como artefacto perverso- es una tarea pendiente para el siglo XXI. El cine lo consiguió durante el XX y ya nadie vincula la calidad del mensaje al medio sobre el que se transmite. No hay ninguna reserva en aceptar que existe cine sublime y cine ramplón. ¿Seríamos capaces de afirmar lo mismo para la televisión, especialmente sobre la primera parte de la expresión?

Yo no digo que en parte estas retóricas no recojan tendencias acertadas del cosmos televisivo, lo que pretendo defender es que la demonización de la televisión por parte de la intelligentsia Gutemberg y bienpensante, se ha convertido en un ejercicio tan convencional que refleja la misma banalidad que pretende criticar. Gran Hermano no fue para rasgarse las vestiduras ni refleja ninguna enfermedad social. Se trata de un producto televisivo -y yo diría que bastante inofensivo- que combina con habilidad las características de los culebrones ficcionales (múltiples personajes, que alternan sus papeles de héroes y villanos, sin línea narrativa y sujeta a los efectos de los golpes de guión), las sit-com, los concursos y los realities shows en un entorno de realización y presentación realmente innovador. Y si he de señalar cuestiones que me han provocado repugnancia moral en los últimos tiempos confieso que puedo obtener tantas muestras de "otras artes" comunicativas como de la televisión. Para poner algunos ejemplos entre las primeras; la impudicia de la explotación cinematográfica de la intimidad real entre la Kidman y el Cruise del "maestro e intelectual" Kubrick en Eyes Wide Shut, la descripción de la violación de una niña en la novela Plenilunio del refinado y sensible Muñoz Molina, por no nombrar a las fatuas retóricas de tertulianos radiofónicos o el informe de la Real Academia de la Historia.

Así, si queremos indignarnos podemos hacerlo con variadas dimensiones de nuestra realidad social y comunicativa. Recomiendo a algunos azotes de la cultura de masas que aligeren sus retóricas telefóbicas, porque se han convertido en clichés poco explicativos. He de recordarles que 28 millones de españoles no vieron Gran Hermano. A ver si resulta que la televisión no sólo nos hace tontos a aquellos que la vemos.

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