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Limitación de mandatos

Aunque el sistema político español es un sistema parlamentario en todos sus escalones, en la práctica opera como un sistema presidencial. Jurídicamente los ciudadanos no podemos elegir directamente ni al presidente del Gobierno, ni al presidente de la comunidad autónoma, ni al alcalde de nuestro municipio. Tenemos que elegir una lista de candidatos de alguno de los partidos políticos que compiten en las elecciones y, una vez efectuado el escrutinio y proclamados los candidatos electos, serán ellos los que investirán con su voto al presidente del Gobierno de la Nación, de la comunidad autónoma o al alcalde del municipio. Parecería, en consecuencia, que lo decisivo en nuestro sistema político es la elección parlamentaria y no la gubernamental.Y, sin embargo, políticamente no es así. La inmensa mayoría de los ciudadanos cuando vota no conoce a la mayor parte de los candidatos que se integra en las listas de los distintos partidos. Ni siquiera a los que han alcanzado la condición de diputados estatales o autonómicos o de concejales de su ayuntamiento. En el proceso de formación de la voluntad del elector pesa decisivamente el candidato de cada formación política a la presidencia del Gobierno estatal, autonómico o municipal. No es la mayoría parlamentaria la que hace al presidente, sino que es el presidente el que consigue la mayoría parlamentaria. De ahí que el momento decisivo para toda formación política, a la hora de concurrir a una elecciones, sea la designación del candidato a ocupar la función ejecutiva.

Dicho en pocas palabras: formalmente nuestro sistema político es un sistema parlamentario, pero materialmente es un sistema presidencial. Las posibilidades de un partido político de ganar unas elecciones dependen en buena medida de la credibilidad de su candidato y de ahí que los partidos tengan que poner el máximo empeño en fortalecer la imagen de dicho candidato. Así lo hizo el PSOE con Felipe González entre 1977 y 1982. Así lo hizo el PP con José María Aznar entre 1990 y 1996. Y así lo está empezando a intentar el PSOE con José Luis Rodríguez Zapatero.

Pero es, sobre todo, cuando el candidato se convierte en presidente cuando la deriva presidencialista del sistema se acentúa de manera irresistible y peligrosa para el funcionamiento de la democracia. El candidato que se convierte en presidente se distancia de todos los demás dirigentes del partido y pasa a convertirse en una figura indiscutible, de la que no se puede ni siquiera discrepar. Así le ocurrió a Felipe González. Así le está ocurriendo a José María Aznar. Y así le ha ocurrido a Jordi Pujol, a Manuel Fraga, a Juan José Lucas, a José Bono, a Rodríguez Ibarra o a Manuel Chaves. El candidato convertido en presidente pasa automáticamente a convertirse en la figura indiscutible del partido, a la que parece imposible encontrar un sustituto. Tanto en el Estado como en la comunidad autónoma correspondiente. El enrarecimiento del ambiente y la tendencia a la degeneración de la vida política en el interior del partido que de ello resulta, saltan a la vista.

Justamente por eso, creo que sería de suma importancia extender a nuestro sistema parlamentario un mecanismo propio de los sistemas presidenciales, como es la limitación de mandatos. Estamos viendo en estos días que Bill Clinton disfruta de una gran popularidad en los Estado Unidos y hay pocas dudas de que sería elegido presidente por tercera vez, si pudiera ser candidato. También hemos visto, en el polo opuesto, cómo Alberto Fujimori y Carlos Ménem reformaron las constituciones de Perú y Argentina para poder volver a presentarse a unas elecciones. Las consecuencias positivas en un caso y negativas en los otros están a la vista.

Jurídicamente esto no es fácil de establecer en un sistema parlamentario. Pero es perfectamente posible hacerlo a través de usos o convenciones constitucionales, que acaban teniendo tanta fuerza como normas jurídicas escritas. En nuestra corta experiencia constitucional tenemos algún ejemplo significativo. La investidura de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno tras las primeras elecciones constitucionales de 1979 se hizo sin debate de investidura. Tras el discurso del candidato se votó la investidura y los diferentes partidos tuvieron a continuación un turno de explicación de voto. Con la Constitución española cabe esa solución. Pero el escándalo que se originó fue de tal intensidad que todos los presidentes posteriores, desde Calvo Sotelo, fueron investidos tras el correspondiente debate. Nadie podrá volver a ser investido presidente como lo fue Adolfo Suárez, aunque la Constitución lo permita.

Lo mismo puede ocurrir con la limitación de mandatos. Si el actual presidente del Gobierno, José María Aznar, hace efectivo su compromiso de no permanecer más de ocho años en La Moncloa, puede poner en marcha un mecanismo de modernización de nuestro sistema político de una transcendencia extraordinaria. Es evidente que su decisión no tendrá jurídicamente fuerza vinculante, en la medida en que no va a incorporarse al texto constitucional. Pero no lo es menos que a cualquier persona que ocupe la presidencia del Gobierno en el futuro le va a resultar extraordinariamente difícil apartarse de este precedente.

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El efecto que tal decisión tendría, además, en la organización interna de los partidos sería enorme. Acabar con el espectáculo de los congresos en los que el presidente del Gobierno o de la comunidad autónoma es simultáneamente secretario general del partido, es algo que nuestro sistema político está pidiendo a gritos.

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