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Fútbol

Ya está encima de nuevo el fútbol oficial, cuando todavía el sol cosecha melanomas y derrite sesos. Al fútbol le llaman el deporte rey, supongo que por el número de aficionados que congrega en los estadios y frente al televisor. Por complejidad no será, pues comparado con el ajedrez es un juego de niños. Y el ajedrez, hoy, es un deporte se tome el diccionario como se tome. Es recreo y es diversión. Y nadie que aspire a llegar muy alto en la práctica del ajedrez puede prescindir de una dura preparación física y mental.El deporte olímpico nació en Grecia en el año 776 antes de Cristo. Tenía un carácter religioso y estaba presidido por Zeus, pero sospecho que el verdadero fin era "la tregua sagrada". Las ciudades griegas estaban siempre guerreando entre sí y con quien se terciara y los juegos en Olimpia primero, después en otras ciudades, serían una bienvenida pausa, un descanso repador de fuerzas, daños y desorden. Tenían otro loable propósito: fortalecer el sentimiento "nacional", el panhelenismo. Los griegos se consideraban unos, pero a garrotazos y yo en mi casa y Zeus en la de todos.

Con el tiempo, estos grandes concursos deportivos progresaron para mal, o sea, degeneraron. Los participantes profesionales fueron desplazando a los aficionados y los ganadores, en lugar de una mera corona de laurel, recibían honores y prebendas suntusas de por vida. Lástima. Un atleta cuyo nombre se conoce, pero que no recuerdo, saltó más de siete metros. Es harto probable que otros le superaran con amplitud, pues por cada dato que conocemos hay un sinfín que desconocemos. Nuestra vanidad nos impide reconocer que aquellos atletas griegos acaso eran superiores a los de hoy, con toda su preparación científica. Nos olvidamos del papel de los músculos, del corazón y de los pulmones en una cultura bélica en la que la vida podía depender de piernas ágiles y brazos diestros y fuertes.

En los albores del industrialismo los deportes eran territorio de la clase de "los cazadores de zorros", como llamaba Bertrand Russell a los aristócratas. A los obreros sólo les quedaban energías, después de una jornada de entre doce a dieciséis horas, para que el aguardiente barato del bochinche y el camastro con la oíslo, que no sé dónde sacaban fuerzas, pues tampoco ella se pasaba el día cruzada de brazos.

Las mayores señas culturales de identidad de la España franquista fueron el cine blanco espíritu hermanos Quintero y el fútbol. El éxito sociológico de aquel cine racial estaba cantado, aunque a la gente le hubiera gustado ver sin censura el Hollywood que llegaba a nuestras pantallas. En cambio, el fútbol, como opio, tenía sus contradicciones que no sé si fueron objeto de atención de los "pensadores" del régimen. Por una parte, aquel fútbol económicamente birrioso y socialmente poco internacionalizado, contribuía a la cohesión social de nuestra porción peninsular. Era un producto común, casero y doméstico. Zarra, Panizao, Gainza, Mundo, Gorostiza, Juan Ramón, etc., eran parte del patrimonio nacional. A la vez, sin embargo, fomentaban el orgullo regionalista, pues en los equipos había muchos canteranos y quienes no lo eran terminaban identificándose -o pareciéndolo- con la tierra. Había algunas excepciones o, mejor dicho, este segundo rasgo se acentuaba peligrosamente en casos como el del Madrid y el Barcelona, con su callado matiz político. En el caso de Atlético de Bilbao se reforzó el mito de los "leones" y los "chicarrones del norte", para suavizar el descontento. Sea como fuere el fútbol representaba a colectivos profundamente identificados con sus respectivos equipos. Éstos eran la síntesis de un organismo, y por lo tanto, organismos también. Hoy se han convertido en organización. ¿Por qué? El fenómeno obedece a una implacable lógica interna. La sociedad misma se ha racionalizado y se ha individualizado.

Una sociedad que sigue el "modelo Galileo" diversifica sus intereses, precisamente porque ha perdido interés. Al hombre de hoy se le da lo que quiere y lo que quiere es entretenimiento, no compromiso. La concepción mecánica del mundo ha perpetrado el asesinato masivo de la metafísica y esa pérdida hay que reeplazarla con docenas de cosas, pues ninguna de ellas, por sí sola, posee la entidad suficiente para sostener medianamente la atención. El fútbol sigue siendo el más deseado de los opios, pero compartido con otros; hasta el punto de que un Gran Hermano puede llevarse al agua el índice de audiencia. Quienes se lamentan de la mercantilización del fútbol actual son nostálgicos que se resisten a creer que el espectáculo de antaño, simplemente, no es posible en nuestros días. Sin millones por medio no hay raúles ni rivaldos ni figos; ni el negocio que de ellos depende. Todos se dedicarían a otra cosa.

De modo que el fútbol se ha "desnaturalizado", pero como se ha desnaturalizado todo lo demás. No es que despierte pasiones menos fuertes porque todo es puro negocio sino que, "en cierto modo" porque el fenómeno es simultáneo a otros muchos de índole diversa pero con el mismo origen. ¿No es acaso menos fuerte la mismísima familia, pilar milenario de la civilización? Con lo que no quiero decir que el fútbol tiene los días contados, ni mucho menos. No es infrecuente que uno se canse antes de las grandes pasiones que de los meros pasatiempos. El único peligro de la pérdida de pasiones, ideas e ideales, es que, como he mencionado antes, se multipliquen tanto las actividades "ociosas" que la competencia sea demasiado grande incluso para el fútbol.

Mi impresión es que no será así. El fútbol tiene a su favor la baza de la espectacularidad, que algunos críticos arriesgadamente dados a la literatura confunden con la misma belleza. (O hacen como que confunden, para turbación de lectores inteligentes, pero que no han perdido la buena fe). Por otra parte, el "modelo Galileo" no está todavía tan profundamente implantado que no deje resquicio alguno al deseo pasional. Estamos, en realidad, es un estadio intermedio avanzado, si se me permite esta formulación. Quiero decir que muchos aficionados todavía confunden al jugador mercenario con un ferviente producto doméstico, con tal de que el mercenario lance de vez en cuando los tópicos de rigor y en el campo luche como si defendiera no sólo al Valencia (o al Barcelona, al Sevilla, al Madrid...) sino también a Valencia y a la Comunidad Valenciana. Con todo, la sólida fe colectiva de antaño ya no es lo que era. El amor se trueca en odio o desdén (caso Figo) de la noche a la mañana; en primer lugar, porque el amor mismo es ya sólo un híbrido de atracción y simpatía. Dicho sea de paso, un servidor, en el lugar de Figo, habría hecho exactamente lo mismo que éste, aunque con mala conciencia. Está bien, está bien, no lo hubira hecho. Lo que demuestra que soy un inadaptado, aunque espero que por las mismas razones de quienes sinceramente indignados llaman traidor al portugués.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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