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ESTAMPAS Y POSTALES

Horizonte de chapa

Miquel Alberola

Hasta no hace muchos años, lejos de las grandes ciudades valencianas, las mayores aglomeraciones de vehículos eran las que se producían en los cementerios de coches. De repente, en un descampado del extrarradio municipal, bajo un cielo de John Ford, empezaban a prosperar estas acumulaciones de esqueletos de chapa que se nutrían de siniestros, pero sobre todo de vehículos muy agotados por el uso, puesto que en aquellos días la mayoría de los coches circulaba hasta que se caía a pedazos.Estos depósitos de coches muertos estaban vivos. De un día para otro todo cambiaba de sitio, como si alguien se pasara la noche redefiniendo su arquitectura desolada. Por debajo circulaba un mercado negro de motores descuartizados para la reutilización, cuya demanda iba moviendo las formas de la superficie del parque en función de los achaques mecánicos que se suscitaban en los talleres. En aquellos días, a quien no se le mojaba la tapa del delco, se le rompía el cigüeñal o se le quemaba la junta de la culata a cada mes.

Por encima, estos fosales eran un sugerente escenario donde proyectar una imaginación que el cine ya había deformado. En los desguaces siempre sucedían acontecimientos no menos truculentos que los que habían sufrido los vehículos en una curva o en un cambio de rasante. Cuando no se aplastaba a un tipo dentro de un Chevrolet hasta prensarlo en un lingote de chatarra, se le descerrajaba el cráneo con un amortiguador. Pero a menudo una pareja de enamorados se daba un beso en el interior de un Pontiac desconchado y aquella hecatombe de plancha abollada con la tapicería raída era tan bella como el vestíbulo del hotel Waldorf Astoria de Nueva York.

La historia contemporánea y sus sociedades se podrían rastrear en los desguaces como si fuesen una Atapuerca mecánica. A ras de suelo todavía se puede hallar algún occipital de Seat 600, que fue hijo de los planes de estabilización económica de Juan Sardá Dexeus. O un capó de Dodge Dart, que fue el coche de los gobiernos de UCD, hasta que se descompuso en otras opciones políticas y automovilísticas como el Citroën GS o el Seat Supermirafiori, en cuyo interior se fraguaron los primeros divorcios. Hasta alguna llanta de aleación del BMW de los socialdemócratas liberales o un retrovisor del Audi de los pelotazos despachurrado en una huida.

Incluso un asiento reclinable de Ford Fiesta, que a partir de octubre de 1976 inundó casi tres millones de metros cuadrados de huertos en Almussafes y convirtió a los labradores de la zona en técnicos industriales. Desde entonces, con el brillo metalizado de los miles de vehículos estacionados en la explanada de la factoría recién salidos de la cadena de producción, los cementerios de coches empezaron a ser sólo chatarra.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.
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