Éxito electoral y discurso político: las debilidades de la propaganda
Apaciguada la conmoción inicial producida por el éxito electoral del PP y por la paralela derrota socialista, quizás sea tiempo de empezar a reconstruir el escenario del debate político. Digo empezar, no pretendo más, porque no es un misterio que falta tiempo hasta que los socialistas recompongamos lo que es más urgente: una dirección con un sólido apoyo interno, primero, que pueda, después, aspirar a disputar al PP el apoyo social del que ahora goza. Algunos esperamos que eso ocurrirá en el mes de julio. Podemos sonar optimistas. Lo que no ignoramos es que, por bien que se resuelva el congreso del PSOE, va a ser preciso el paso del tiempo y el acierto posterior en el desempeño político para que las decisiones congresuales de quienes componemos el PSOE, puedan recibir el refrendo social sobre el que se asienta el respeto y la confianza de los ciudadanos. La legitimación por la elección de una dirección política resulta, en democracia, una condición necesaria. Y en ello andamos ocupados. Pero sólo el ejercicio es capaz de aportar la legitimación suficiente para fundar un liderazgo real y el apoyo social.Mientras eso ocurre, y sin ánimo de molestar, quizás sea tiempo ya de recordar algunas cosas elementales. Por ejemplo, que perder las elecciones no equivale a perder los argumentos. O, dicho al revés, que ganar las elecciones, incluso por mayoría absoluta, no equivale a tener razón en los argumentos utilizados. Puede incluso que, como en nuestro caso, algunos de los argumentos más queridos del PP sean falsos. Y puede que lo que no era evidente para muchos empiece a serlo a partir de ahora.
Los Gobiernos, todos los Gobiernos, construyen un relato, una visión de sí mismos, un discurso que sirve de explicación de sus actuaciones. En él se combinan datos del pasado y del presente, algunas afirmaciones no demostrables y una descripción acicalada de la realidad, del modo más favorable a la exaltación de sus méritos. El discurso puede resultar brillante u oscuro, digno de crédito o increíble, pero nunca falta.
En el caso del PP su discurso por excelencia ha sido el de la economía. Veníamos de un círculo -vicioso, por supuesto- de gasto público, aumento de impuestos, inflación, déficit, paro y recesión y hemos llegado a otro círculo -virtuoso, faltaría más- de crecimiento, empleo, reducción de impuestos, equilibrio presupuestario, liberalización económica y sana competencia. Es decir: hubo un tiempo de oscuridad y tinieblas que, como en el relato bíblico, fue sustituido por la luz radiante. Con variantes más o menos refinadas, así se ha contado. Y, de este mismo modo, se ha difundido hasta la saciedad.
Probablemente, no es por el discurso por lo que el PP ha ganado las pasadas elecciones, pero algo ha debido de contribuir a rodear su gestión de eso tan inasible, y tan importante, como es la aureola de la credibilidad.
Ocurre, sin embargo, que el poso del tiempo y la confirmación de los datos permiten que entre el blanco y el negro, entre la luz y la oscuridad, hagan irrupción los tonos grises, los que contribuyen a dar relieve a las formas. Y, entonces, se aprecia mejor la verdadera estatura, el contorno y la dimensión de los discursos.
Ahora tenemos la perspectiva suficiente y los datos necesarios para conocer en qué ha consistido el ajuste presupuestario llevado a cabo por el Gobierno del PP y sacar algunas conclusiones.
Entre 1995 y 1999 el déficit público, medido en cifras oficiales, ha pasado del 6,6% al 1,1% del PIB. Sobre tamaña reducción no resulta imposible edificar un discurso como el que he sintetizado líneas arriba. Es verdad que el déficit oficial de 1995 se elevó hasta el 7,1% tras la llegada del PP al Gobierno, en 1996, gracias a una operación de imputación al pasado socialista de pecados del presente popular. Pero eso resulta ya anecdótico. Lo que interesa saber, de verdad, es cómo se ha logrado una corrección virtuosa del déficit de nada menos que 5,5 puntos de PIB en el periodo de Gobierno del PP.
De acuerdo con los datos ofrecidos por el Gobierno en fecha tan remota ya como el 29 de febrero del año en curso, la reducción ha sido el resultado de los siguientes factores: un aumento de la presión fiscal de 1,9 puntos; una reducción de las prestaciones sociales de 1,3 puntos de PIB; un descenso de la inversión pública (Formación Bruta de Capital y transferencias) de 0,9 puntos de PIB y, en último lugar, pero no menos importante, un alivio de la carga de la deuda pública de 1,5 puntos, imputable a la coyuntura europea y la configuración del euro.
Con esos datos no es difícil sacar la conclusión de que hemos sufrido un ajuste verdaderamente serio. Admirable, dirán algunos. Que sea sostenible en el tiempo es más discutible, y no hay tiempo para discutirlo ahora. Que resulte virtuoso depende de lo que cada uno entienda por virtud en este mundo tan laico de la economía y las preferencias sociales.
Lo que sí sabemos es que, como lo venía expresando la OCDE en sus análisis comparativos, y el Gobierno tiene que reconocer, la presión fiscal no sólo no ha bajado, sino que ha subido. De acuerdo con los datos de recaudación recientemente publicados, lo ha hecho en más de dos puntos en este periodo.
La presión sobre las rentas del trabajo ha seguido elevándose mientras se reducía la que pesaba sobre otras rentas (empresariales, profesionales y del capital) y se acrecentaba la que soporta el consumo en casi todos los renglones impositivos. Ya lo sabíamos, pero es bueno recordarlo: se puede hacer un discurso de bajar los impuestos y, sin embargo, conseguir que los ciudadanos paguen más impuestos por cada peseta que produzcan. Y, a pesar de todo, se pueden ganar las elecciones. Pero el resultado electoral ni en éste ni en otros casos convierte en verdadero el discurso del Gobierno ni, mucho menos, condena el discurso de la oposición.
Lo que sabemos, también, es que los niveles de inflación que vivimos son equivalentes a los que conocíamos en 1996, tras un largo periodo de desaceleración del crecimiento de los precios. Si esto fuera solamente la culpa de los precios del petróleo, podría pasarse por alto. Ahora bien, salvo los propagandistas, nadie duda ya de que la pomposa política llamada de liberalización ha sido un fiasco. Salvo por una cosa: porque se ha logrado identificar la venta de empresas públicas con la liberalización de la economía, sin que, por ello, se haya reducido un ápice e1 grado de monopolio. Lo que, bien mirado, no es poco mérito. Y, de paso, los ingresos percibidos han permitido maquillar los resultados contables del déficit. Como era de esperar, ahora sigue siendo tan indispensable como antes un buen paquete de medidas de liberalización, que el Gobierno se apresura, una vez más, a presentar.
Sabemos que la inversión pública ha sufrido una contracción tan importante que pasa por ser una buena noticia que en el año 2003, de acuerdo con el Programa de Estabilidad 2000-2003, se alcance para esta variable un nivel equivalente al que tuvo con el último Gobierno socialista... ¡en 1995! (3,8% del PIB). Sin duda, ¡un verdadero modelo de ajuste!, de los que claramente se dirigen a elevar el potencial de la economía española en capital humano, tecnológico y físico...
Y, para no seguir, constatamos que en España, uno de los países de la UE en que la protección social es menor, según los parámetros de medida de la Comisión Europea, la distancia respecto al resto de los países europeos se ha acrecentado en relación con la existente en 1990.
Uno podría haber imaginado un discurso distinto del que se ha hecho. Por ejemplo, uno que dijera que la presión fiscal iba a crecer y, además, de modo menos equitativo que en el pasado; que la inflación y, sobre todo, el diferencial de inflación con los países del euro iba a aumentar; que se iba a congelar la inversión pública, a pesar de las necesidades del país; y, por si fuera poco, que nadie pensara que la bonanza económica se iba a utilizar para reducir las desigualdades sociales a través de una ligera elevación de la protección social. Hubiera sido un discurso político suicida. Y, de momento, a nadie se le pide tanto. Bien es cierto que hubiera resultado más sincero y que, como una mano en su guante, hubiera encajado a la perfección en la política que, efectivamente, se ha hecho. Sin embargo, es cosa sabida que un Gobierno no debe permitir que la realidad le estropee un buen discurso. De modo que esa tarea, antes como ahora, queda para la oposición.
Para no resultar cínico, bien pudiéramos concluir, con modestia, que las elecciones no se ganan siempre por tener razón. O por hacer rigurosos discursos. A veces basta con que a uno le den la razón, aunque no la tenga. O que los discursos suenen bien, aunque disten de ser reales.
Pero cabe otra conclusión, nada evidente pero grata a los oídos ilustrados: si uno tiene razón o, para no ser pretencioso, bastante razón, no faltarán siempre los que estén dispuestos a reconocerlo. Al fin y al cabo, no es presumible que todo el mundo comulgue, de modo permanente, con ruedas de molino. Lo que sería tanto como tener una parte del camino andado. La otra parte del camino, la de la confianza, la de la credibilidad, que suele importar más que el contenido de los discursos, habrá que empezar a recorrerla a partir del mes de julio. Me temo que esa parte tiene poco que ver con el ajuste presupuestario. Pero por algo se empieza.
Juan Manuel Eguiagaray es diputado del PSOE por Murcia.
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