Emigrantes
Mi hermana pequeña trabaja desde hace años como médico en Alemania. Poco tiempo después de incorporarse a su puesto en un hospital de Hamburgo se le acercó, con lágrimas en los ojos, una auxiliar portuguesa. Emocionada y contenta, aquella enfermera sólo quería decirle que se alegraba de que comenzaran a llegar al hospital doctores españoles o portugueses porque su presencia llevaría a muchos alemanes a tratar con más respeto a los emigrantes. Ahora todos pertenecemos a una teórica Unión Europea igualitaria, culta y próspera -al menos sobre el papel- pero, hasta hace apenas una generación, cientos de miles de españoles marcharon, cargando viejas maletas atadas con cuerdas, a buscar trabajo en los países ricos del continente. Como me confesó una vez un Gastarbeiter -trabajador invitado, un eufemismo cínico que emplean los alemanes- los meridionales de pelo negro habían limpiado la mierda de la confortable Europa del Norte durante décadas.Ahora, pocos años después, muchos hijos o nietos de aquellos emigrantes han votado al PP para que endurezca, hasta límites que rozan con la xenofobia del austriaco Haider, la Ley de Extranjería. Con el respaldo de su mayoría absoluta los autotitulados reformistas de centro aprobarán en breve unas nuevas normas que permitirán que la denegación de un visado ya no tenga que ser motivada, que exigirán un mínimo de cinco años de residencia o que suprimirán la asistencia letrada en las fronteras. De los 63 artículos de la vigente ley -aprobada en la pasada legislatura casi por unanimidad y recibida con alegría por los colectivos de inmigrantes- apenas quedarán siete en pie. De este modo, el Gobierno se apresta a levantar una muralla infranqueable para los extranjeros de fuera de la Unión Europea, al tiempo que recurre a medidas policiales para frenar esa inhumana avalancha de pateras sobre las costas andaluzas o canarias. Pero lo grave no resulta que el PP se despoje de su máscara de centro. Lo realmente preocupante es que una mayoría de ciudadanos apoye estas tesis.
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