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El agitado 'cumple' de la Miró

"Joan Miró era un pintor que también hacía esculturas y tapices... Murió en mmmh... 1983. Y nació en mmmh... 1843... ¡No! en el 53... ¡Ay, no, tampoco!, mmmh... en 1893". Con cara de chiste, los ojos fijos en una máquina del videomatón de Barcelona Televisió, un chaval de unos 10 años recita, súbitamente intimidado, la lección aprendida en clase mientras su profesora intenta que alguno de sus compañeros le tome el relevo antes de que se agote el tiempo de grabación. Esta escena sucedía ayer por la mañana en la sede de la Fundación Joan Miró, en la montaña de Montjuïc.Se cumplían los primeros 25 años de andadura del centro y sus responsables lo celebraron abriendo sus puertas de forma gratuita. Como el 10 de junio de 1975, los invitados de honor fueron los niños, que convirtieron el edificio del arquitecto Sert en el escenario de una auténtica fiesta infantil. Durante todo el día, legiones de niños, acompañados de padres, tíos, padrinos, amigos, abuelos y profesores recorrieron la fundación de arriba abajo y su presencia hizo que se doblaran las cifras habituales de visitas en un sábado. A las siete de la tarde, hora de cerrar, se habían contabilizado unas 3.100 visitas. La directora, Rosa Maria Malet, dijo que el objetivo de la jornada era "cumplir con la idea que Miró tenía de la fundación, que fuera un sitio básicamente acogedor".

Primera parada, la recepción. Un grupo de cuatro actores sobre zancos y cinco músicos daba la bienvenida al personal a ritmo de samba. Corriendo hacia dentro y hacia afuera del edificio, hicieron bailar hasta a un grupo de turistas japoneses, mientras los responsables del centro sufrían, aunque no demasiado, por el jolgorio colectivo en que derivaba cada una de sus actuaciones. "¡Avante toda!", gritaba el capitán de la cuadrilla, corriendo encima de sus zancos y llevándose por delante a quien encontrara.

Antes de llegar al recorrido por las salas de la Miró -que siempre se ha preocupado del público infantil, con visitas comentadas y otras actividades-, la segunda parada se encontraba en uno de los patios. Allí, debajo de un entoldado, esperaba el Juguimòbil, un montaje con un montón de juegos en el que un monitor -mezcla de pinchadiscos y escultista- invitaba a los niños, micrófono en mano, a echar mano de todos ellos: unos bolos, piezas de tangram, un Quién es quién gigante... Una invitación ciertamente inútil, cuando lo difícil no era hacer que jugaran, sino que dejaran de hacerlo cuando tocaba retirada.

Entre los mayores, de todo. Desde el que se preguntaba por qué a su retoño le da siempre por jugar con el juego más complicado del repertorio, hasta el que intentaba hablar por el móvil mientras su hijo descubría cuán interesante puede resultar dar martillazos a una sartén, pasando por el abuelo desolado que había tirado abajo sin quererlo una espléndida construcción de piezas de madera. "¡Lo importante es participar!", le consoló el del micrófono. "¡Y recoger las piezas para que los otros puedan jugar!", continuó, sin embargo.

Tercera parada, las salas. Una de las fotos más famosas de Miró, tomada por Francesc Català Roca en 1970 y colgada en la exposición permanente, ofrece un primer plano del pintor con los ojos muy abiertos, brillantes, y con el dedo índice señalando algo que no se ve. Es un gesto casi infantil de un pintor cuya obra ha servido a muchos profesores para introducir a los más pequeños en el mundo del arte. Un niño de cinco años señalaba una escultura y decía: "Éste pone cara de enfadado". Una niña mostraba a su padre una reproducción de La vaileta. Otra, cargada con un cuaderno y lápices de colores, intentaba reproducir una de sus constelaciones.

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