_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una izquierda débil

Si la apariencia externa de las cosas coincidiese con su estructura interna, la ciencia no tendría razón para existir, como creo recordar que sentenció Marx en su momento. La apariencia externa de la socialdemocracia europea y sus coaligados, en sus resultados electorales y perspectivas, no parece muy boyante. Tras el reciente fiasco español y el previsible italiano, las aceleradas metamorfosis de Blair y Schröder aislan aun más lo que representa Jospin y pueden dejar al mapa europeo político, económico y demográficamente relevante, por lo que se refiere a modelos gubernamentales socialdemocráticos claramente reconocibles según la tradicional acepción del término, en una incierta nebulosa.No es esto lo realmente preocupante. Al fin y al cabo, anécdotas seminales aparte, las presidencias de Clinton han transformado posiblemente tanto a los Estados Unidos en cuanto a derechos sociales como el impulso, breve en lo personal, de Kennedy lo hizo respecto a los derechos civiles. Y los dos, junto a uno de los más grandes políticos del siglo que acaba como fue Franklin Rooselvet, merecen al menos el respeto de cuantos comparten una idea de progreso al margen de dogmatismos o exclusiones nominalistas. Sin olvidar que si Gore llega a la presidencia, los ecologistas sensatos deberían aguardar con un cierto margen de confianza las decisiones del primer presidente norteamericano explícitamente comprometido con el desarrollo sostenible, por moderado que pueda parecer a los impacientes o fundamentalistas.

Incluso el triunfo electoral de la derecha, el caso español es paradigmático al respecto, se produce en unas coordenadas que no son las de la derecha clásica. En nuestro país sigue vigente la ley del aborto. Las parejas de hecho ya sean homo o heterosexuales conservan los derechos que han ido adquiriendo. La enseñanza pública es laica. La sanidad, barbaridades de gestión y negocios privados al margen, sigue siendo para el usuario universal y gratuita. Los derechos históricos conquistados por los trabajadores siguen vigentes. La derecha ha tenido que aceptar, tragar y asumir de mala gana -que no por convicción social ni democrática- el principio de que nadie puede, si quiere triunfar electoralmente, ir directamente contra el Estado de bienestar consolidado en las décadas gloriosas tras la segunda guerra mundial. El capitalismo, en definitiva, ha sido en cierto modo "civilizado", relativamente humanizado, políticamente condicionado y posiblemente salvado así de sí mismo, frente al pesimismo schumpeteriano al respecto, gracias al triunfo indiscutible de los ideales del socialismo reformista y democrático y a la duradera y generalizada acción -y aceptación popular- de las políticas inspiradas en ellos. El mismo discurso de George Bush Jr. poco tiene que ver con el radicalismo neoliberal económico de Reagan o la Thatcher, teñido como está de lo que él llama caring conservatism o sea, conservadurismo "compasivo" socialmente hablando.

Pero si en lo político e ideológico la derecha ha perdido en toda la línea su ofensiva directa contra el Welfare State que se inició con el tahtcherismo no ocurre así en lo económico: se imponen con vigor creciente las reglas -mejor dicho la ausencia de tales- de lo que alguien ha llamado el turbocapitalismo y así, con la idea generalizada de que la globalización y sus efectos económicos y sociales son inevitables, la TINA (There Is Not Alternative) de los tahtcherianos se nos vuelve a colar por la trastienda de una melancólica resignación -que impregna sin ir más lejos toda la ponencia marco del PSOE- ante lo que parece no tener límite ni contención posible. Se impone un nuevo credo neoliberal (solamente económico) centrado en la total privatización de la actividad económica y en la flexibilidad de unos mercados sin regulación alguna que están derivando a la carrera hacia unos niveles de concentración y poder de mercado para las grandes empresas comparables a los de la cartelización y los trusts de finales del siglo XIX, sólo que entonces hubo una fuerte reacción popular, recogida oportunamente incluso por políticos conservadores pero con fino olfato populista como Tedddy Rooselvelt, que la emprendió sañudamente con Rockefeller y su Standard Oil; mientras que hoy resulta políticamente incorrecto y académicamente desdeñable no extasiarse ante el, por lo visto, inevitable y muy eficiente proceso de destrucción de la competencia mediante las continuas y aplaudidas fusiones. De la equidad y otros objetivos de interés común, ni hablamos. Aunque si el Tribunal de Defensa de la Competencia se ha pronunciado en términos tan contundentes sobre el, muy menor en este panorama, proceso de fusión de Pryca y Continente, sabe Dios que diría si alguien, el Gobierno mismamente, tuviera el valor y la autonomía política suficiente para preguntarle sobre Endesa, Iberdrola y Repsol, sin olvidarnos de Telefónica todavía, o de la concentración de la propiedad de medios de comunicación e información que este antiguo monopolio público, hoy tan monopolio como antes pero ya aparentemente privado, está llevando a cabo con la acumulación primitiva y forzada de capital gracias al expolio tarifario de varias generaciones de españoles.

Frente a la consolidación de esta nueva ortodoxia económica y financiera la izquierda no ofrece -como recordaba hace unos días Giorgio Ruffolo en La Reppublica- más que respuestas débiles y defensivas. Pero enrocarse como única opción tras la línea Maginot de la defensa del Estado social es una estrategia no sólo débil sino inoperante, porque la Maginot, como cualquier defensa estática, se desborda y flanquea rápidamente. Si la opción se centra en la simple introducción de mecanismos reguladores para impedir el impacto socialmente disgregador del turbocapitalismo sigue siendo débil, porque aferrarse en la búsqueda de una sociedad algo menos injusta, en la línea de la clásica polémica Rawls-Nocizck, es muy diferente del histórico objetivo tendente hacia una sociedad justa que movilizó, en muchos casos hasta el sacrificio personal, a nuestros antecesores. El dualismo "ricos cada vez más ricos" y "pobres cada vez más pobres", tanto en el seno de nuestras propias sociedades como a nivel mundial, se traduce en abismos culturales, en el neoanalfabetismo promovido por nuestros sistemas educativos, en la ineducación civil, en una creciente desigualdad de ingresos y oportunidades.

La izquierda débil ha sido incapaz hasta ahora de articular alternativas. ¿No puede acaso formularlas? Opino que puede y debe, si es que -en nuestro caso por ejemplo- deja de ser una sedicente izquierda procedimental -estatutos, reglamentos, cuotas, reparto interno de poder y su lógico corolario que es la miseria ideológica y prográmatica- y se preocupa más por sus electores que por conservar personalmente el sueldo público. Objetivo vitalicio que algunos "ismos" tribales y clánicos parecen perseguir, aunque sea a costa de estar eternamente en la oposición. La lucha, la lucha por la equidad, por una sociedad justa, es otra -es la de siempre- y sólo se necesitan ideas, coraje e ilusión.

Segundo Bru es catedrático de Economía y senador del PSOE-PSPV

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_