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El Everest manda retirada

Un tiempo infernal reduce la posibilidad de coronar la cima a 15 de los casi 300 montañeros en liza

Llámese surrealismo himalayístico o histeria premonzónica, el caso es que al pie de la cara norte del Everest empiezan a sucederse las escenas esdrújulas. Después de dos meses y medio de convivencia, el único patrón sereno de conversación tiene que ver con la meteorología, tan insufrible como impredecible, y a partir de ahí todo desvaría. Juanito Oiarzabal baila mientras en el interior de su tienda comedor suena el tema más potente de Rage against the machine. Una hora antes, el montañero alavés se ha desayunado con otro día de viento endemoniado, otro día perdido. Imposible aventurarse en la montaña con temperaturas de 40 grados bajo cero. Las expediciones se retiran del campo base avanzado a la carrera, asqueados de tanto mal tiempo, de la misma comida; de todo, en definitiva. Aquí se impone el jadeo hasta en los movimientos más nimios, y abandonar el saco cada mañana se ha convertido en una prueba suprema de voluntad.La mayoría de los habitantes de este campo vive a 6.400 metros de altura desde hace un mes: el que no tose como un tísico asegura que no siente las piernas y el que no, sufre achaques de lo más curiosos. El agua del glaciar ya no hidrata, da sed, y no hay quien aguante las bebidas isotónicas o los tés calientes. Uno come por deferencia hacia el cocinero, cada vez menos atareado. La expedición navarra Retena Odisea conservaba una baza, Mikel Zabalza, encaramado en el campo 2, a 7.700 metros. Mikel se ha pasado dos noches sujetando el palo de la tienda, observando cómo la nieve se le colaba por los resquicios de la tela. Después de pasar "la noche más fría de mi vida", Mikel ha abandonado y se ha unido al grupo de los que sueñan con una buena fiesta en Katmandú. Ahora mismo, de la lista de 290 alpinistas que pretendían coronar el Everest, sólo mantienen la esperanza una quincena de ellos: están los siete escaladores de TVE, Koldo Aldaz y Carlos Pauner, de Retena, Miguel Ángel Vidal y Jordi Corominas (IPIX), dos canadienses y los miembros de una expedición comercial. Estos últimos se debaten entre el aguante estoico o la huida, hartos de tanta miseria: si algo les retiene junto a su guía-líder es el recuerdo de lo desembolsado, casi seis millones de pesetas por cabeza. Hace dos días, tres de ellos desfilaron camino del campo base avanzado, aburridos tras dos noches de viento en el campo 1 (7.000 metros). Uno de ellos se reía mientras giraba su cabeza hacia la cima del Everest y comentaba en inglés algo sobre la vanidad de su sueño.

Acaban de anunciar una mejoría del tiempo; diez minutos después, el parte más fiable que se ha escuchado por estos lares anuncia cinco días de viento. Alguien propone un pacto tácito: la retirada de todas las expediciones al unísono para que no existan resquemores. Nadie se atreve a dar el paso adelante, pero Oiarzabal asegura que hoy decidirá si sale hacia arriba o hacia abajo. Su decisión será definitiva. Minutos después, dos expedicionarias suizas contactan con el campo avanzado a través del radiotransmisor: anuncian que la mayoría de las tiendas del campo 2 han quedado destrozadas por el vendaval y que el frío "no puede describirse con palabras". Una a otra, por turnos, se están masajeando los dedos de los pies.

Sinceramente, la mayoría desea retirarse. Pero no es fácil. Volverle la cara al Everest, incluso cuando uno está enfermo, supone varias horas de disquisiciones internas, olvidar los esfuerzos e ilusiones de todo un año. No se trata de orgullo o vanidad. La renuncia implica una tristeza auténtica.

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