La cita, en París
Al margen de las contingencias, y ninguna más decisiva que el resultado del encuentro final, el Valencia y su universo -que hoy es prácticamente todo el censo metropolitano- ya están gozando el cumplimiento de un sueño, una ilusión que alguien alumbró y a quien se le debe reconocer su porción de gloria. Nos referimos a Francisco Roig, el autodefenestrado presidente de la entidad que parió el delirante eslogan "Per un Valencia campió", tan denostado entonces y después por los pobres de espíritu.Ha pasado poco más de un lustro y aquel club condenado a transitar mediante vuelos gallináceos y a consumirse en interminables crisis internas se ha subido a las barbas de los campeones para acomodarse entre ellos e incluso convertirse por el instante en el primum inter pares. Todo será que los Mendieta y compañía no se dejen aherrojar por el síndrome madridista que tan a menudo les ha inmovilizado en otros tiempos y ocasiones. Para superar este desmadejamiento que los chés sufrían ante los adversarios de elite quiso Roig, precisamente, alentar esa fe que sólo anida en los ganadores. Y contribuyó a ello con todo cuanto tenía a su alcance, con sus vicios y sus virtudes. Una de ellas, la más relevante y acaso la única, fue apostar contra el complejo de inferioridad o de mediocridad que teñía a la entidad mestallera. En la medida que la cita en París confirma el acierto, creemos justo rendirle este tributo al visionario que lo concibió. Pero la afición no está en estos trances para colmar los vacíos más o menos interesados de la memoria. La afición, o una buena parte de la misma, se está deslomando para afanarse una entrada al estadio parisino. Los unos, por la vía legal e igualitaria que consiste en consumir todas las horas necesarias ante las taquillas correspondientes. Son los esforzados de siempre, el pueblo llano y flagelado que no tiene compadres en el país de la recomendación y de la picaresca. En buena lid, esa habría de ser la única manera de obtener un boleto: a todos por igual y según el orden de llegada.
Sin embargo, tan democrática fórmula tardará decenios en cuajar, si es que alguna vez lo hace. Mientras tanto, asistiremos al espectáculo que estos días se reitera y que sitúa a los consejeros del Valencia en el vértice del interés social. Por su condición, estos caballeros se han convertido en hacedores de prodigios, concediendo o negando una localidad de las muchas que disponen a su arbitrio. Es ésta una atribución personal cuya reglamentación ignoramos, pero que pertenece a los privilegios tácitos del cargo. Y nada diríamos si practicasen con moderación tan ventajoso estatuto. Pero bien que nos consta su proclividad al acaparamiento, que es mayor y a tono con la relevancia que cada uno se otorga, siendo cosa de ver y no creer la que algunos se escancian -decimos de la relevancia- sobre sus insignificantes biografías. No nos asombraría que, conquistada la copa de campeones se nos requiriese para tratarlos de señorías, cuando tan mermado señorío exhiben en estas ocasiones.
Y los precios. Verdad es que a nadie se le obliga a viajar, cuando tan requetebién puede quedarse uno en casa ante el televisor. Pero el estado emocional de la gente y el gusto por ser testigos de una efeméride excepcional han disparado la demanda de billetes en cualquiera de los medios de transporte posibles. Y, lógicamente, el mercado dicta sus reglas, encareciendo a nuestro entender las tarifas hasta la linde del abuso. Lo que, por otra parte, y tal como hemos comprobado, no disuade al personal. ¿Será por dinero?
Dicho lo cual sólo nos queda que esperar. Esperar, enmendándole la papeleta táctica a Héctor Cúper, como cumple a todo aficionado; esperar que fructifiquen las gestiones que hemos hecho para lograr una entrada -lo que será menos factible después de lo anotado más arriba-, y esperar a que, por esta vez y sin que sirva de precedente, todos los valencianos de cualquier obediencia nos vistamos de naranja por ese campió en ciernes.
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