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Trabajo y sociedad decente

Las convocatorias de este Primero de Mayo nos animan a pensar el empleo como parte de un problema mucho más amplio que podemos caracterizar como el problema de la construcción de una sociedad decente. ¿Qué es una sociedad decente? Siguiendo la definición propuesta por Avishai Margalit, "una sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a las personas". ¡Son tantas las cosas destinadas a causar humillación en nuestros sistemas de empleo! Para empezar, la caracterización del empleo como algo que se consigue por mérito propio, de manera que quien no lo tiene es porque no ha hecho lo suficiente para merecerlo. En consecuencia, la cada vez más extendida visión del parado como alguien que no ha hecho el esfuerzo necesario para ser empleable. La misma estructura de los organismos públicos para la búsqueda de empleo, convertidos en la práctica en oficinas para el control y la fiscalización de los parados, siempre con la sospecha -que ni siquiera la profesionalidad y la calidad humana de tantos trabajadores y trabajadoras de esos organismos públicos logra difuminar- de que el desempleado está por definición intentando engañar a la Administración. La proliferación de los contratos precarios y la expansión de las empresas de trabajo temporal, que reducen a los trabajadores a jornaleros urbanos. Para quien queda fuera del circuito del empleo, los salarios llamados de inserción, rentas mínimas o cualquier otra forma de prestación no contributiva: sus beneficiarios deben someterse a un control administrativo que, de nuevo, no consiguen humanizar las trabajadoras sociales encargadas de los mismos. Humillación incluso para los presuntos ganadores de la actual situación: condenados a competir permanentemente entre ellos, obligados a mantener unas relaciones de confianza y dedicación totales hacia unas empresas que, en cualquier momento, pueden sacrificarles en el marco de una estrategia de reorganización, haciéndoles sentir que son, en el fondo, tan prescindibles como cualquiera. Todo eso humilla y ofende.Pero hay más. La globalización neoliberal ha ampliado la lista de humillaciones, recuperando prácticas económicas y laborales que creíamos perdidas en las páginas más negras de la historia. Pero no son historia, son nuestro presente y las instituciones transnacionales que supervisan la economía mundial quieren que sean también nuestro futuro. Han renunciado, de hecho, al logro del pleno empleo, incompatible en la práctica con los objetivos de un capitalismo que pretende resolver definitivamente en su favor el conflicto histórico entre política y economía, entre democracia y mercado. Y ello, a pesar de la retórica sobre el empleo como objetivo social prioritario que caracteriza el discurso de nuestros dirigentes políticos. El problema del empleo y el desempleo se ha reducido, en la práctica, al problema de las tasas de empleo y desempleo. La creación de empleo se ha desentendido de la calidad del empleo creado, de manera que tasas positivas de empleo coinciden cada vez más con un incremento de la inseguridad y la precariedad.

No me sumo para nada a las voces que proclaman (con alegría unas, con terror otras) el fin del trabajo. Extraño final este, proclamado precisamente en el momento en que hay más gente trabajando en todo el mundo, trabajando más, trabajando peor y sufriendo más en el trabajo. Más bien creo que lo que se avecina, si no lo evitamos, es el fin de un modelo de empleo; o, más correctamente, el fin de una norma social basada en el empleo a tiempo completo y (¿relativamente?) bien remunerado. Serge Halimi ha escrito que si queremos saber cómo será el trabajo del futuro tenemos que fijarnos en McDonald's y no en Microsoft. Si no lo evitamos, el futuro de nuestras sociedades no se parecerá a esa brillante promesa de la sociedad de la información, con trabajos atractivos y trabajadores autorrealizados, sino a la pesadilla de una sociedad de la servidum-bre, con trabajos indecentes y trabajadores humillados.

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