Divendres Sant
Era Viernes Santo de los triunfales cuarenta de la victoria, la cárcel y el exilio, el hambre, el miedo y el silencio. A gritos tomaron los guardias civiles y rodearon el pueblo, sospechoso de albergar los maquis que en él habían nacido. El estricto toque de queda impidió el Via-Crucis, a trenc d'alba, hasta la cima de la sagrada montaña. No se podía salir de casa ni tan siquiera asomarse. El mudo terror, de espeso y macizo, podía amasarse: tots los cels vestits de negra sarga. La naturaleza se detuvo y el tiempo se paró; el sol no siguió horadando la niebla para lucir radiante: plany-se lo món cobert d'aspre celici. La tensión de aquella calma, cargada de mosquetones, la rompían los gritos secos y desgarrados -crida lo sol plorant amb cabells negres- de la tía María y el tío Miguel, ya mayores, buenos en el buen sentido de la palabra bueno, solidarios, de los que ningún vecino tiene nada que decir de malo y muchos que agradecer, nunca se metieron con nadie, trabajadores; eran hermanos y padres de los guerrillleros. Los llevaban atados, a rastras, por las calles empinadas, estrechas y tortuosas, de encaladas paredes en las que resaltaban las casetes de cerámica del amargo calvari del que Nazaret, azotándolos con el cinto, que cortaba el denso aire y estallaba en sus espaldas, por la parte de la hebilla, que se clavaba en sus carnes: nostra carn dels ossos se arranca i l'esperit desitja d'esser perdre. Cada golpe los tumbaba al suelo. Mossén Josep, compadecido, se asomó al balcón, pero ni la sotana le libró de los disparos, que casi le alcanzan. En la Sala de Consells de la Vila, improvisado pretorio, siguió el palo, la sangre, los improperios y los alaridos de un interrogatorio a muerte. No hubo procesión del silencio aquel Viernes Santo. Este año jubilar Jesús muere en África.
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