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Tribuna:LA RENOVACIÓN DEMOCRÁTICA EN ESPAÑA
Tribuna
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La generación de 2001

La generación que pretenda cargar a sus espaldas la tarea de una renovación de la política y de la democracia en España lo tiene crudo. Al menos, por dos razones.Primera, porque ¿dónde está la materia prima de esa generación? Si la novedad la asociamos indisolublemente a la edad, ¿dónde están los jóvenes cargados del afán necesario? Por supuesto que los hay: militan en ONG; y también hay muchos -sin tiempo o ganas para pensar en la política- que rinden su tributo a la sociedad preparándose y trabajando a conciencia. Por supuesto que los hay, pero con débil presencia en la política actual y con larga trayectoria de "integrados".

Segunda, porque las generaciones jóvenes están cortadas de aquéllas que se pudieron hacer demócratas en la lucha contra la dictadura. No es su responsabilidad, más bien es nuestra; y ese corte generacional es un factor que limita la potencialidad democratizadora del intento renovador, sean quienes sean sus protagonistas. Más aún cuando éste se ha convertido desde hace tiempo en "el cuento de nunca empezar", como canta Sabina.

Por tales razones es clave reflexionar sobre el cómo y el cuándo se han producido el decaimiento de las energías políticas y el corte generacional. No son el fruto de un día ni de una sola rama.

El proceso viene de lejos. Arranca de la transición. Ésta pudo contarse como antes se contaba la historia a los niños; la democracia naciente era cándida, asustadiza, débil: no aguantaba altas dosis de verdad.

Hoy se cuestiona abiertamente aquella publicitada "versión rosa", que la presentaba como maravillosa creación de una Santísima Trinidad, sin correr el riesgo de alimentar la "versión negra", que radicaba en la transición el origen de todos los males de la patria y de la democracia.

Una versión más ponderada valorará que la transición, a fin de evitarse riesgos, se abrió paso desmereciendo la participación y la lucha por la democracia, con la consiguiente desactivación y disgregación de los sectores sociales (movimiento obrero, estudiantil) y organizaciones políticas que se habían forjado en ella, especialmente de la amplia fracción de la juventud que se politizó en la agonía de Franco y en los inquietantes estertores del posfranquismo y que fue defraudada de inmediato en su afán de cambios radicales (ni siquiera se les permitió votar la Constitución a los comprendidos entre los 18 y los 21 años). De la juventud surgió aquel "pasotismo" que se extendió a los mayores. De ahí a la indiferencia, y después el factor provocador del terrorismo etarra propició que se materializara un riesgo mayor: el golpe del 23-F de 1981.

El susto bajó a la derecha a la realidad, le advirtió del gravísimo peligro de condescender las pulsiones autoritarias, le obligó a admitir la democracia como el menos malo de los regímenes políticos (aun a sabiendas de que sus posibilidades de seguir gobernando se acababan), siempre y cuando no se viera obligada a hacerse autocrítica ni le pasaran al cobro facturas impagadas. La derecha que cobró fuerza en aquella crisis fue la de Fraga.

Ganó las elecciones de 1982 el PSOE porque apareció como el único capaz de consolidar aquella democracia en precario. Su mayoría y su atractivo no provenían de que se le identificara con la lucha antifranquista, sino que tenía otras raíces: la memoria histórica de los españoles, en la que democracia y derecha no casaban bien. La solución era un partido moderado de izquierdas.

Al evocar aquel año mágico, los socialistas lo asocian indisolublemente al sentimiento de la "ilusión". Es difícil contar, medir y pesar las ilusiones; pero ¿acaso sólo había esto? Desde una perspectiva individual hubo un repliegue hacia la vida privada de un amplio sector de aquéllos que estuvieron comprometidos de palabra y obra contra la dictadura. Desde una perspectiva colectiva, la izquierda estaba ideológicamente convulsa, incluido, por supuesto, el PSOE, aunque éste pudo transitar sobre aquellas aguas turbulentas a través del puente de sus éxitos electorales, que a muchos les parecían inagotables.

Cuando se historia aquella época se afirma que accedió al poder la generación del 68 (del 56-68). En todo caso, no sobra el matiz de que aquélla era una generación escindida (ideológica, política y socialmente -una parte había ido de la política a los nuevos movimientos sociales, a la rebeldía de la "movida" y frivolidad, a la carrera profesional o funcionarial o, simplemente, al "curro"-) y, en buena parte, cortada de sus mayores. Los renovadores del PCE (aquella generación que hizo a éste aquí en el interior) fueron progresivamente expulsados: la misma dirección del PSOE estaba cortada del socialismo histórico y del amplio bagaje intelectual acopiado por la más poderosa corriente política española. Ciertamente, desde el Gobierno, el PSOE atrajo muchas voluntades y colaboraciones, que fueron útiles para la gobernación democrática, pero también es cierto que aquella amalgama se produjo sin que ningún sector de la izquierda hiciera su ajuste de cuentas teórico con su pasado y con su propia evolución. Tal carencia limitaba la capacidad de innovación democrática y la posibilidad de transmitir a la generación más joven la experiencia de la lucha por las libertades.

Después, la fuerza de los diez millones de votos del 82, cuando el PSOE en el Gobierno tuvo que realizar súbitos cambios de rumbo poco explicados, empezó a invocarse frente a algunos de los aliados objetivos del proyecto socialista; y en el interior del partido sirvió para generar déficit democráticos.

La democracia se consolidó por arriba (aunque sus bajos fondos siguieran siendo bajos). Pero el espacio público del diálogo y del debate quedó achicado. Una nueva generación de la derecha sin profundos cortes con la anterior pudo librarse del jefe de la oposición, aunque respetando su padrinazgo político e ideológico.

La cultura política dominante no dio grandes pasos en la dirección participativa: pendían con peso las anclas de la relación clientelar y del vasallaje. Y en éstas llegó el estallido de la bomba retardada de la corrupción, que sumió en el descrédito a la política, que situó la renovación y/o la regeneración como lema publicitario común de izquierda y derecha. Al PSOE, aunque perdió credibilidad, particularmente entre los jóvenes, le siguió dando frutos apelar a la memoria histórica (en 1993, con un mensaje en positivo, y en 1996, en negativo). En el 2000 ya no había más madera y el tren se ha parado. Con muchos millones de votos dentro, convencidos de que en España la democracia necesita oposición seria a la mayoría absoluta del PP y a la espera del maquinista y de la energía adecuada, o muchos se apearán y tomarán las de Villadiego.

Volvamos al inicio: ¿surgirá en el 2001 una generación marcada por la sensibilidad democratizadora acorde con los nuevos tiempos que corren por España y por el mundo? No se trata de hacer pronósticos, sino de apuntar tareas. La de más largo alcance será, más que estrictamente política, cívica: hay que impulsar una cultura democrática y participativa ante problemas que pueden parecer lejanos, pero que tienen brazos tan largos que nos alcanzan.

Esa cultura no se inventa de la noche a la mañana, ha de beber en la experiencia y en la comprensión del pasado, y aun cuando la innovación sea lo más importante ésta no alzará su vuelo sin la sabiduría anterior.

Lo cual plantea otra tarea tampoco estrictamente política: la de establecer lazos entre las distintas generaciones. Cada cual ha de hacer su tarea. Claro que ni las jóvenes vienen en bandada de mirlos blancos ni las anteriores son lechuzas de Minerva que estén alzando su vuelo en el crepúsculo; quizás sólo la unión y la comunicación hagan la fuerza.

En cuanto a quienes su identidad de izquierdas no ha sido tocada por el resultado electoral, harían bien en pensar que la tarea de la renovación democrática en España no les está reservada de ningún modo en exclusiva. Sólo Cervantes podía saber que El Quijote era para su pluma. La rana encantada de la democracia no esperará a que la bese un novísimo e impoluto príncipe de izquierdas.

José Sanroma Aldea es abogado.

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