Sombras suele vestir MARCOS ORDÓÑEZ
1. Barroco Zen. "El sueño, autor de representaciones / en su teatro sobre el viento armado / sombras suele vestir de bulto bello". ¿Bonito, verdad? ¿A que parece de La vida es sueño? Pues no es de Calderón, sino de las Soledades de Góngora. Ese verso es La vida es sueño contada en dos frases, en un storyline, como pediría un productor de Hollywood para vender el piano. Buceando en los escritos de la época podrían encontrarse unas cuantas frases parecidas, y es que el barroco español era muy proclive a la interrogación sobre lo que luego Schopenhauer llamaría "el mundo como voluntad y representación"; por eso les gustaba tanto La vida es sueño a los filósofos alemanes. Y a los japoneses. Calderón tenía un verdadero club de fans en Japón, con Mishima a la cabeza, mayormente por la cosa del honor, por su lado samuray. Calderón tiene un lado samuray, que es el que menos me atrae, y un lado, si se quiere, budista, aunque él fuera más católico que el padre Ripalda. La vida es sueño es, casi, una fábula de iniciación budista, en la que un animal aprende a ser hombre asumiendo la espectralidad básica de la existencia, venciendo, por su libre albedrío, el determinismo de las estrellas ("porque el hado más esquivo / la inclinación más violenta / el planeta más impío / sólo el albedrío inclinan / no fuerzan el albedrío") y optando por una enseñanza kármica: "Obrar bien es lo que importa / si fuera verdad, por serlo / si no, por ganar amigos / para cuando despertemos").Por otro lado, La vida es sueño es un perfecto cuento fantástico, que entronca con una tradición, españolísima, comenzada cuatro siglos antes por el infante don Juan Manuel en su Libro de los Enxiemplos: Su maravilloso relato El brujo postergado, en el que un nigromante hace vivir a un clérigo ambicioso una vida de triunfos, hasta revelarle, ya con el papado en sus manos, que todo fue una ilusión, es, quizá, el más antiguo precedente de la obra de Calderón. Detrás de La vida es sueño, pues, está Góngora (densidad filosófica, lenguaje alambicado), pero también Cervantes, y todo el fantástico español, y esa voluntad de indagación existencial que es plenamente barroca y que parecía flotar en el aire de su tiempo: Quizá no sea casual que La vida es sueño aparezca entre la publicación de El Quijote, en 1605, y el Discurso del método de Descartes, de 1637.
Luego está Shakespeare, claro; es más que probable que un hombre culto como Calderón conociera el paseo del ciego Gloucester y su hijo en El rey Lear, y las fantasmagorías de la "amarga Arcadia" de Próspero en La tempestad. Con el cabrón de Shakespeare te topas siempre, y esa es la causa de que durante bastante tiempo viera yo La vida es sueño, en comparación, como una especie de Twilight Zone barroco, sugestivo pero no demasiado estimulante. Hablando en plata: Que desde chaval me habían dicho que la comedia de Calderón era la repera, la megaobramaestra de nuestro teatro, pero no acababa de verle yo la punta. Quizá, también, porque la mayor parte de montajes que me he tragado de La vida es sueño me parecieron un tostón pomposo con ventanas a la calle. Así, lo primero que he de hacer, antes de hablar del estreno del espectáculo que se ha presentado en el Romea con ovación y vuelta al ruedo, es darle las gracias a Calixto Bieito porque ha conseguido hacerme ver, ver y sentir, La vida es sueño, y lo digo para esclarecimiento de todos los que, como yo, estarían dispuestos a firmar lo de obra maestra y tal, pero, escarmentados por las tabarras anteriores, no entrarían en el teatro donde la diesen ni en caso de redada. Lo diré más claro: Corran al Romea, que no se aburrirán. Para nada, vamos; yo creo que se lo pasarán bomba.
2. Barroco flamígero. Calixto Bieito presentó este montaje, en su versión inglesa, en verso libre (que ya es difícil) en el pasado Festival de Edimburgo, después en el Barbican londinense y luego en Nueva York, en la BAM (Brooklyn Academy of Music, la casa del teatro europeo moderno); en los tres sitios Life is a dream fue un éxito de impacto, y en Nueva York se llevó la portada del Times, con una crítica entusiasta de Ben Brantley, cosa que poquísimos directores españoles -y europeos- pueden decir. Bieito es, con Mario Gas, con Pasqual, con pocos más, un formidable catalizador de energías, que es lo que, para mí, define al hombre de teatro. Sus espectáculos están más concebidos con la tripa que con el intelecto, y a la tripa van directos. Hay en su teatro y en este montaje un cierto exceso de énfasis; hay embarullamientos y una curiosa tendencia a no quedarse contento si no saca a alguien desnudo o cascándosela en escena, pero así es la bestia, que contrapesa, para los puñeteros como yo, esos posibles borrones de trazo con un enorme vigor expresivo, una entrega actoral apabullante y una rapidez expositiva que hace pensar en un teatro anterior a métodos, distanciamientos y elaboraciones teóricas. Para decirlo de otra manera, no creo, sinceramente, que La vida es sueño se hiciera, en su época, muy distinta -quizá pajas y revolcones aparte- a como Bieito se la plantea; ni que, por poner sólo un ejemplo, los bufones de entonces hicieran el Clarín muy distinto a como lo hace, con toda su escatología y toda su lírica locura, el aquí enorme Borís Ruiz.
Hay un escenario desnudo -theatrum mundi- y un suelo de tierra oscura, casi de turba, y la voz de un cantaor, José Miguel Cerro, que traduce el "Ay mísero de mí" de Segismundo, prisionero en su caverna platónica, por un -directo a la tripa- lamento jondo: Es una manera perfecta de poner las cartas estéticas sobre la mesa. Arriba, en lo alto de los telares, la sencilla y clara metáfora de un descomunal espejo barroco, duplicando, a vista de pájaro, la realidad de abajo. El actor que interpreta a Segismundo, Andoni Gracia, es para mí un descubrimiento: Es muy joven, entró en ensayos sustituyendo al proyectado Segismundo original, Edu Fernández (¡Qué fistro de función te has perdido, amigo Edu!) y compensa su relativa falta de técnica con un brío y un entusiasmo que evocan un cruce entre la vulnerabilidad de Toni Cantó y la furia animal de un joven John Malkovich. Rosaura es Nuria Gallardo, una actriz excesiva por naturaleza, más contenida aquí que en manos de, por ejemplo, Miguel Narros, y que, como Andoni Gracia, se marca un currazo de aúpa, alcanzando una gran intensidad emotiva (su monólogo final, que te parte el corazón) mezclada, lástima, con el embarullamiento del que hablaba más arriba: No sé si es factible combinar esa intensidad con una cierta calma a la hora de decir el verso, mayormente para que se le entienda desde la décima fila, pero estaría bien buscar un poco ese equilibrio. Otro actor nuevo en esta plaza es el más que veterano Carlos Álvarez (sí, el vecino de Solas), que si no es ya sociétaire de la Compañía de Teatro Clásico será por falta de ojo y de oído, porque tiene un físico, una autoridad escénica y una capacidad de conmover ideales para el Basilio y para todos los reyes que le echen
Clotaldo, el guardián de la caverna, es un Miquel Gelabert que nunca ha estado mejor: Me recordó, en su sobriedad, en su fuerza hosca, a aquel Hubert des Roux que clavaba Carles Canut en El rei Joan. Coinciden en este reparto un veterano como Álvarez con un actor de ultimísima hornada, Roger Coma, que con Astolfo hace su tercer papel teatral: Exhala un cinismo un puntito caricaturesco por autoconsciente, pero pisa con mucha fuerza, y con seguridad; muy seguros, también, el soldado de David Martínez y el criado de Víctor Rubio.
He dejado para el final a dos actores de la casa, que vuelven al escenario que ocuparon a principios de temporada en la estupenda La presa, y que vuelven a lucirse a modo: Àngels Bassas (Estrella), un personaje que ella interpreta muy shakesperianamente, muy cercana a las jóvenes reinas voraces dibujadas por Cheek By Jowl, con un matiz de estilización burlona radicalmente distinto al naturalismo extremo de su trabajo en La presa, en una nueva muestra de su cualidad polifacética, y Borís Ruiz, punto y aparte. Borís Ruiz, que, a) está como para ponerle un piso en su creación de Clarín, y b) es el que se lleva la función, descarado. ¿Por qué? Porque si, a mi modo de ver, todas las interpretaciones de sus compañeros de reparto, con ser muy notables, podrían subir todavía algunos peldaños más, la del Clarín de Borís Ruiz es difícilmente superable: una dinamo de energía constante que no deja escapar ni una frase, ni un gesto, y que hace pensar en un Antonio Vico con montera al que le hubieran echado un ácido en la botella de Paternina. Condenado, durante años, a papeles de secundario, Borís Ruiz pegó un estironazo en los espectáculos Valle de Alfons Flores, se impuso en el Mesura per mesura de Bieito, en el Nacional, y nos dejó a todos con una boca de palmo haciendo, y cómo, el Jack de La presa. Que ahora, en la misma temporada, nos ofrezca este Clarín es un lujo. No se pierdan La vida es sueño.
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