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Recuerda que fuiste emigrante en Alemania

A un modesto muchacho austriaco, alto, fuerte, rubio, con la frente despejada y los ojos azules, cuya memoria han forjado los patriotas con la música, la pintura y la literatura de un pueblo concebido para mandar, le resulta difícil y enojosamente laborioso contribuir a la paz del mundo y hacerse creer que todos somos iguales, porque a duras penas consigue disimular los indicios de superioridad que el destino le ha dado. Cuando accidentalmente tropiece con un igualmente modesto, pero cetrino y encogido emigrante -al que, además, reconoce por la torpeza con que balbucea la cultísima lengua de sus genios nacionales- comprenderá de un solo vistazo la diferencia y deberá tragar mucha saliva para comportarse como es debido. Al fin y al cabo, el emigrante no sólo es un intruso en el territorio ancestral de la patria, también es un pobre fracasado. Desde la ordenada jerarquía de sus valores rurales, religiosos y nacionales, el joven austriaco sabe que el forastero ha sido incapaz de progresar en su propio país y que abandona a los suyos para realizar indignas, infames y necesarias tareas. El emigrante, figura que desearía callada y cansada, humilde en sus hábitos y discreto en sus gestos, es, a sus ojos de joven cachorro nacionalsocialista, parte de ese error natural que lamentaron los eugenesistas anglosajones -esas narices, esas mejillas anchas y blandas, esas cejas pobladas que oscurecen la mirada, esa epidémica promiscuidad...- y encarna la desgracia concreta que afea el paisaje nacional.Porque, a pesar del efecto Benetton -la prometedora belleza mestiza- y de la ola latina que encauzan las casas discográficas, la Europa presumida y arrogante, pulcra y canonizada en sus convenciones faciales, supone que mil años de doctrina racial no deben caer en saco roto. Y en el imaginario donde todas las batallas se dirimen antes de estallar, los europeos prosiguen su cruzada contra los oscuros pueblos del sur. Primero, ensalzando candidatos legales; luego, ya veremos.

¿Debe extrañarnos que las huestes austriacas de Haider alcancen de nuevo la legitimidad mediante impecables elecciones democráticas y tengan por ello la parte del Gobierno que corresponde a su voluntad popular? Dado el preludio histórico y la triste advertencia anunciada en las lúcidas premoniciones de un Grass o de un Bernhard, lo raro es la tardanza con que el racismo centroeuropeo conquista de nuevo las urnas y consolida sus victorias. Al fin y al cabo, tantas cosas en su cultura sustentan la ilusión de la superioridad, el espejismo del dominio, el complejo de lo supremo...

Un modesto muchacho de El Ejido, corpulento, moreno, con el cabello ensortijado, levanta el puño enervado, tensa la musculatura de un cuello desgañitado, enciende su mirada de odio a la sombra de sus cejas negras, lanza la antorcha y golpea, golpea una y otra vez, con rabia, con desconcertada furia... ¿A quién?

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Un modesto muchacho del Magreb, fuerte y delgado, curtido por el sol, con la tez oscura y el orgullo de haber cruzado el Estrecho, corre de noche por un solar de escombros y deja atrás su chabola en llamas. Sólo tiene una cosa que perder y lo mismo correría si estuviera descalzo.

Los que en su día siguieron la crónica de los sucesos de El Ejido por la televisión deberían haber apagado el volumen del monitor para no distinguir a los protagonistas por el irregular acento de sus voces. De modo que la diferencia entre indígenas y emigrantes, entre perseguidores y perseguidos, se diluyera y fuera más difícil asegurar quién es quién. A un lado quedan los que fueron charnegos en Cataluña, murcianos en Mallorca, maketos en el País Vasco, españoles en Alemania. Vociferan, amenazan, golpean. Proceden de una miseria reciente y conocen la humillación de la necesidad y el despotismo de una patronal furtiva y avariciosa. Al otro lado, en ese lugar abstracto que ocupa la miseria absoluta, están los trabajadores del Magreb, con el rostro contraído por el estupor, con el hastío y la vergüenza del que ha sentido demasiado miedo.

¿Sabrán hasta qué extremo se parecen las vidas de los unos y los otros? ¿Sospechan los vecinos de El Ejido que la imagen que persiguen es la turbadora evocación de lo que un día fueron? ¿O creerán en verdad que van a linchar a un esclavo moro?

A veces nos conformamos demasiado pronto con explicaciones manuales y rudimentarias. Ya sirve de mucho decir que la violencia de El Ejido ha sido un brote racista. De este modo, con temor y repugnancia, nos conjuramos contra el fascismo latente. Pero también nos conviene preguntarnos qué pasaría si fuera cierto lo que grita el torpe alcalde Enciso y ellos, los vecinos y contribuyentes de su aldea, no fueran racistas. ¿Acaso sería más benigno el diagnóstico o más indeseable lo que indagando se llegará a saber?

En el paisaje agreste de Almería, con las burbujas de plástico infladas en su lecho desértico, parece palpitar la misma confusión, el mismo complejo de un país que, en el fondo, desconfía de esa tímida prosperidad económica que parece prestada. Como si aconteciera a causa de un designio estadístico, en cumplimiento de leyes ligadas a una lejana especulación financiera o a las bonanzas cíclicas que no se cansan de citar los cronistas de la economía internacional. Como si nada de lo que tenemos en la mano nos perteneciera por mérito propio o por derecho del trabajo que nos ha costado conseguirlo y en cualquier momento pudiera soplar un tifón adverso y llevárselo todo.

Éste es el temporal cuya brisa aterra a los hombres que trabajan y la inquietud que erosiona sus certezas y, a la larga, su personalidad. Porque en estas condiciones ambientales, cualquier susto los humilla con un inesperado temblor, con el oculto pánico que tiempo atrás, cuando fueron forasteros en la tierra de los ricos, tuvieron oportunidad de conocer.

Cuando un emigrante ingresa en la categoría que a su casta se reserva en Alemania, ya sabe qué lugar ocupará. Cuando un emigrante clandestino se instala en el desierto de Almería, se encuentra con tantas dudas morales y conflictos de identidad como los que él mismo arrastra en su maleta. No ha llegado a una sociedad industrial opulenta, capaz de organizar un gueto en sus barrios obreros mediante un codificado sistema de señales que ciñen, reprimen y restringen anhelos, movimientos y demandas. En Almería todo se parece demasiado al hogar que han dejado en la otra orilla: el clima, la sequía, el aspecto de los indígenas, la misma pasión religiosa, la misma picardía festiva, la misma alegría en el trato... Pero el emigrante no tiene casa, no tiene familia, no debe gastar el dinero que va ganando... ¿Qué hacer cuando sale de los invernaderos, después de cavar, regar, podar y fumigar? El emigrante deambula a la intemperie, se agrupa, cuenta, canta o busca en qué divertirse.

Los vecinos de El Ejido temen ante todo a su propio pasado y a lo que, Dios mediante, podría ser de nuevo su futuro. Con su personalidad atropellada por la incertidumbre -más honda, a mi juicio, que la sufrida siendo emigrantes en Alemania-, desconfiando de un sistema que no comprenden, padecen una significativa falla cognitiva: no entienden qué hacen ni qué quieren sus empleados del Magreb, ni a dónde pueden llegar, ni qué lugar les corresponde, ni qué estarán tramando ahí afuera, al aire libre, en la oscuridad. No se han confesado sus aprensiones, pero temen al moro por ser pobre, desarraigado, ambulante, apenado y demasiado igual a ellos mismos. No por ser moros. Pues, ¿cómo podrían distinguirse los unos de los otros?

Basilio Baltasar es editor.

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