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Las edades del hombre

En un prólogo que hizo mi padre hacia 1930 para sus lectores alemanes -y que no llegó a publicar en vida- haría constar: "El grupo de jóvenes que entre 1907 y 1911 aprendía en la ciudadela del neokantismo -Marburgo, a orillas del Lhan-, al llegar a los 26 años, fecha que suele ser decisiva en la carrera vital del pensador, no éramos ya neokantianos". Ortega los había cumplido en 1909 y sus más notorios condiscípulos, Nicolai Hartmann, que le llevaba un año, y Heinz Heimsoeth, que tenía su misma edad. Para mi padre, sensible a lo decisivo que es para cada cual la altura de su vida, esa fecha -entendida, claro está, con alguna holgura- es el momento en que el hombre parte a su personal destino y "comienza a no ser meramente receptivo en los grandes asuntos, sino que empieza a actuar su espontaneidad. "No se trata", aclara, "de que a esa edad se le ocurran a uno ciertas ideas, sino más bien que descubrimos de pronto en nosotros, instalada ya y sin que sepamos de dónde ha venido, cierta decisión o voluntad de que la verdad posee determinado sentido y consiste en ciertas cosas...", aunque fueran entonces sólo sentidas o presentidas. En el joven Ortega serían los atisbos de la vida como realidad radical y de la razón vital, que constituirían la originalidad de su filosofía.Hasta esa edad, mi padre, como todos los jóvenes, aprendía y asimilaba las noticias que le daban sus maestros, la lectura de los libros y el eficaz estímulo, sobre todo para un español, de la conversación que favorece el intercambio de puntos de vista. De este modo, el espíritu del tiempo, las ideas de la época estaban en él, eran en cierto modo suyas..., hasta esa edad en que le van brotando las nuevas convicciones de su pensamiento, primero como certezas que luego se demostrarán con el marchamo de las evidencias.

Todos los grandes filósofos se han preocupado de las edades del hombre, desde los del mundo antiguo hasta bien entrada la modernidad. La profesora Ana Esther Velásquez, una de las grandes especialistas españolas, desde su modesto rincón de Mieres, en filosofía griega, me ha señalado que Aristóteles, en un párrafo de su Política, afirma que "el tiempo (para la procreación) debe fijarse según la plenitud de sus facultades mentales, que se verifica en la mayoría, como han dicho algunos poetas que miden la edad por periodos de siete años, hacia el tiempo de los cincuenta años". Ortega, asintiendo a esta opinión, destaca, pues, los 26 años, de salida a la propia creación, y los 50, de plenitud o, empleando el término aristotélico, la zona del akmé, como los dos grandes momentos de la vida.

Y no sólo los pensadores, sino también los poetas, han marcado las etapas de la vida. Recordemos al personaje Jaques, de la comedia de Shakespeare Como gustéis, que compara la vida de un hombre con los siete actos de una comedia: "El mundo entero es un teatro, y todos los hombres y mujeres, simplemente comediantes. Tienen sus entradas y salidas, y el hombre en su tiempo representa muchos papeles, y sus actos son siete edades". En traducción de mi añorado amigo Charles David Ley, de quien hace ya tiempo publiqué un libro delicioso y necesario, Shakespeare para españoles, esas edades son: infante, colegial, amante, soldado, juez, bufón, y "la última escena de todas, la que termina esta extraña historia llena de acontecimientos, es la segunda infancia y el total olvido, sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin nada", escena que de ser cierta nos amedrenta a los octogenarios.

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En sus conferencias En torno a Galileo, mi padre aclararía que el hombre tiene una edad porque "la vida es tiempo -como nos hizo ver Dilthey y ahora nos reitera Heidegger- y no tiempo cósmico imaginario y, como tal, infinito, sino tiempo limitado, tiempo que se acaba, que es el verdadero tiempo: el tiempo irreparable". A los 26 años, el joven parte "hacia su exclusivo destino, que es, en su raíz, solitario", y a los 50años alcanza la plenitud... si no fracasa en la lucha entre su vocación y su circunstancia. El joven "que ha asimilado el mundo en que ha nacido", su lugar y su tiempo, va poco a poco -a veces violentamente- modificando ese mundo con sus nuevas ideas y emprendimientos. El mundo toma otro perfil, otro cariz, otro color, y en las grandes cuestiones todos los coetáneos, es decir, todos los que tienen la misma zona de edad, forman una generación histórica, que son las vértebras en que se articula la historia. Para Ortega, como es sabido, esa coetaneidad abarca, en términos históricos, un periodo de quince años y la vida activa del hombre se dividiría en cuatro etapas de quince años: la etapa de gestación, la etapa de formación y conquista, la de gestión y dominio y la etapa de la declinación y su naufragio por el oleaje que levanta la generación siguiente. "El mundo cambia en cada generación porque la anterior ha hecho algo en ese mundo dejándolo más o menos distinto de como lo encontró". Aunque sólo sea -añado yo- lo que decía Cicerón en su tratado De senectute: "Plantar árboles que sirvan a otra generación".

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