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La muerte y la primavera ANTONI PUIGVERD

Existen previsiones sobre lo que hoy va a pasar. Lucirá un sol de sonrisa risueña y cálida, casi veraniego. Y, para disfrutarlo, el personal asaltará las playas, subirá a las montañas, ocupará las terrazas y llenará hasta la bandera los restaurantes familiares. Nada es tan excitante como la luz de estos domingos de final de invierno. Una luz que cada día roba espacio a la sombra y que alegra con destellos de un futuro veraniego lo que en fechas anteriores no era más que oscuro ascetismo invernal. La novedad es lo más excitante de estos días de marzo. Cuando la primavera se haya convertido en rutinaria realidad, cuando la luz, más que alegrar, ciegue, desaparecerá del ambiente esta extraña y amena sensación de novedad y el tedio volverá a instalarse en el ambiente como si nunca hubiera desaparecido. Los mejores momentos del año son los de transición: marzo y octubre. La prodigiosa luz de marzo dorando el cadáver del invierno; el sensacional olor de la tierra mojada por las primeras lluvias de otoño.Existen previsiones sobre lo que hoy va a pasar. Incluso los que nunca miran al cielo van a notar la influencia de esta luz euforizante, con un poder de seducción incomparablemente más alto que el de la raída liturgia política. Bajo este anticipado oro primaveral, los ancianos tienen mejor ánimo y más apetito, los jóvenes explotan en las aulas, los cuerpos de las mujeres maduras reverdecen y el deseo culebrea con inquietud renovada en las venas de los hombres que parecían apáticos. Es primavera incluso en El Corte Inglés. Es primavera en todas partes menos en la política. Asistí el otro día a un mitin. Estaban en cartel las principales figuras del partido que voy a votar. El acto tenía lugar en una iglesia gótica hoy desafectada. Las palabras de los líderes fueron más o menos acertadas y los aplausos de los asistentes tenían la mínima firmeza exigible, pero algo flotaba en el ambiente que sugería un sentimiento de cansancio, una pesada sensación de déjà vu.

Hace años que el mundo gira a velocidad mareante. Se han hundido muchas de nuestras viejas seguridades, los dioses han muerto, nuestros héroes se han esfumado y, sin embargo, nosotros todavía nos reunimos para celebrar las ceremonias de siempre. Con el gesto rutinario y fiel, como si nunca hubiéramos salido de aquel viejo espacio, aplaudíamos el otro día en el mitin los gastados tópicos familiares con un tesón aplicado, aunque ya desaborido.

A pesar de los poderosos focos que iluminaban el escenario con plateada modernidad, a pesar de la melodía estereofónica y digital que sonaba con pretensión euforizante, la tribuna de oradores tenía un aire grisáceo, tenía el blanco y negro propio de una escena fijada en un daguerrotipo. Palabras sabidas, ideas regurgitadas, propósitos bienintencionados, ataques demasiado conocidos. Incluso el lobo que un orador citaba parecía menos lobo, bastante menos feroz de lo que puede haber sido (con su voracidad mediática, su extraño liberalismo intervencionista, su implacable ocupación de los resortes del Estado: el lobo ha enseñado colmillos, ciertamente, pero se trata de unos colmillos torneados y fluorados, de sonrisa dentífrica, que han pasado por las refinadas manos de los mejores odontólogos y cuidadores de la imagen lupina). Incluso el lobo, pues, en aquellas bocas en blanco y negro parecía menos lobo: de la misma manera que el demonio de nuestros catecismos infantiles se mostraba juguetón y perverso, a veces campechano, a veces seductor: menos peligroso que atractivo. El peligro de usar el espantajo del demonio (las stock options, la opulencia, el individualismo feroz, el ande yo caliente y ríase la gente, santo y seña de los Villalonga) es bien conocido en la iglesia católica: al final resultó que la mayoría prefirió el demonio y la carne (muy especialmente la carne) y las iglesias quedaron vacías.

No he realizado esta comparación entre religión y política por casualidad. El espacio gótico en el que se celebraba el mitin la sugería casi inevitablemente. La erosionada, aunque voluntariosa, palabrería de los oradores y la inapetente, aunque esforzada, respuesta del público recordaban extraordinariamente los oficios dominicales que las generaciones maduras hemos conocido. Templos todavía llenos de un público cumplidor y escasamente ilustrado que acogía con reverente paciencia las plegarias que el cura mascullaba, rutinario más que fervoroso, en un latín macarrónico y enmohecido o en las nuevas traducciones vernáculas que a muchos seguían sonando como una extravagante música celestial.

Eran curas, aquéllos, muy parecidos a nuestros bienintencioandos políticos actuales. Hijos de una tradición que se agotaba, perseverantes defensores de una moral y unas creencias que los nuevos tiempos estaban jubilando a ojos vista. Más tarde, gracias al Vaticano II, muchos de aquellos curas abrazaron nuevos ideales intentando adaptar los viejos valores a los nuevos tiempos, pero el resultado final parece invalidar aquel esfuerzo de apertura y revisión: las iglesias están vacías, las plegarias fosilizadas, y han renacido los tópicos antiguos a los que se agarran no sólo las jerarquías, sino también los minoritarios practicantes del catolicismo contemporáneo. Algo muy parecido a esto debe de estar sucediendo en la política. La impresión que ha producido esta campaña es, más que de frialdad, de desafección. Las grandes mayorías huyen estos días a las primaverales playas de la indiferencia, mientras que los más fieles continúan reuniéndose en los templos: sin mucha pasión, con la misma inevitable fatalidad con que se reúnen los miembros de las familias en las fechas señaladas: no podrían dejar de reunirse, pero ya no saben muy bien por qué lo hacen.

Existen previsiones sobre lo que hoy va a pasar. Muchos ya no van a regresar antes de las ocho de las soleadas playas y montañas. Van a apurar más el sol. Después del recuento, sea cual sea el resultado, las palabras de los aplicados oficiantes de la política encontrarán respuestas momentáneas a todo. Esta noche sonarán melodías muy parecidas a las que tocaron los músicos del Titanic poco antes de que el famoso buque chocara con el iceberg. Deben seguir tocando, naturalmente. ¿Pueden hacer algo más? No es fácil cambiar de itinerario cuando el buque está ya rodeado de icebergs.

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