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Elecciones sin debates

En todos los países democráticos en los que en las últimas semanas se ha celebrado alguna consulta electoral, las cadenas de televisión han retransmitido interesantes debates entre los respectivos candidatos: entre Bush y Mac Cain, por ejemplo, en las primarias de algunos Estados americanos, o entre los aspirantes al gobierno de Schleswig-Holstein, en la República Federal de Alemania. En España, por el contrario, hay quienes parecen empeñados, una vez más, en que los ciudadanos acudan a las urnas sin haber tenido la posibilidad de contemplar ni un solo debate cara a cara entre los líderes de los principales partidos que concurren a las elecciones. Habrá que admitir que nuestro país está ofreciendo así, en estos momentos, un espectáculo patético para propios y extraños: mientras los terroristas asesinan a los demócratas, los demócratas, por su parte, se revelan incapaces de asegurar el normal funcionamiento de la democracia.A pesar del indudable éxito de audiencia que en 1993 habían tenido los debates televisados entre Felipe González y José María Aznar, en víspera de las elecciones generales de 1996, de forma sorprendente, y, para mayor escarnio, el 14 de febrero, el mismo día en que ETA asesinaba a Tomás y Valiente, se hizo pública la falta de consenso entre los partidos sobre la forma de celebrar debates entre sus líderes, ¡porque no habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre el número de participantes! Y, efectivamente, en las elecciones del 96 no hubo debates.

Ahora, de nuevo en vísperas de elecciones generales, ETA ha vuelto a matar, a atentar contra la libre y pacífica confrontación de las ideas. En estas circunstancias, ¿puede alguien que no sea ETA negar de nuevo a los españoles la expresión más importante, genuina y significativa de la democracia, la expresión ejemplar de la discusión política libre y pacífica, el debate público y cara a cara entre los líderes de los partidos democráticos que compiten en unas elecciones?

Si escribo hoy estas líneas es porque todavía confío en que acabe imponiéndose la cordura. En febrero de 1996, ante una situación semejante, envié una "Carta abierta a los señores González, Aznar y Anguita" -que algunos periódicos reprodujeron íntegra, otros extractada, y otros prefirieron no publicar- en la que recordaba a dichos líderes que, ética y políticamente, el debate público no era para ellos, como candidatos, un derecho renunciable, sino una auténtica obligación. Hoy, cuatro años después, considero una vez más un inexcusable deber cívico recordar a los líderes políticos que son ellos los primeros obligados a dar ejemplo, a poner de manifiesto que para defender lo que cada uno cree, el camino que abre la democracia no es el de la confrontación violenta, ni física ni verbal, sino el de la libre, pacífica y respetuosa confrontación de las ideas en un debate público y abierto. Suprimir el debate democrático entre los candidatos sería, por eso, el mejor de los favores que en estos momentos se le podría hacer a ETA y el peor de los servicios que, por la misma razón, se le podría prestar a la sufrida democracia española.

La democracia no se legitima porque el pueblo vote. Votar también se votaba durante el franquismo. Lo que legitima a la democracia, donde ésta puede poner de manifiesto su superioridad sobre las restantes formas de gobierno y donde, en definitiva, la democracia se juega su futuro no es en el voto, sino en el modo de formación de la voluntad política durante todo el proceso que precede a unas elecciones. Y en ese proceso, el ciudadano, que luego como elector habrá de emitir su juicio sobre los distintos candidatos, necesita, como cualquier otro juez, que las partes confronten antes, directa y abiertamente, sus respectivas posiciones. Sólo así podrán los electores ejercer su derecho al voto con suficiente conocimiento de causa y de personas, habiendo visto a los candidatos en el ejercicio de la actividad esencial y definitoria de la democracia, el libre, abierto y pacífico debate de las ideas. Y por eso se celebran debates electorales en todos los países del mundo civilizado, menos en España.

En realidad, si bien se mira, las elecciones que se celebran sin un previo debate público entre los candidatos más que elecciones democráticas son elecciones oclocráticas, o, para ser más exactos, son una prueba evidente de que la democracia degenera, tiende a la oclocracia. La oclocracia no es otra cosa, como ya se sabe, que la forma específica de degeneración de la democracia. Desde Pericles a Giovanni Sartori, pasando por Juvenal, Shakespeare, Lope de Vega, Tocqueville u Ortega, con unas u otras palabras, los más preclaros analistas de la naturaleza humana y de la política han advertido siempre de un permanente peligro para la democracia: el interés de unos pocos en hacerla degenerar hacia la oclocracia.

Etimológicamente, la democracia es el gobierno del pueblo, y la oclocracia es el gobierno de los insipientes, o como mejor se le quiera llamar ahora al conjunto de esas muchas personas que en los asuntos públicos o políticos andan confusos o desordenados de cabeza, escasos de razón, flojos en la forma de discurrir o débiles en la capacidad de juicio. Siendo obvio que ni el pueblo ni los insipientes han gobernado nunca, ni podrán gobernar jamás, porque, como diría Rousseau, va contra la naturaleza de las cosas que sean los más los que gobiernen y los menos los gobernados, lo que con la expresión "gobierno del pueblo" se quiere significar es que el gobierno está apoyado, respaldado y legitimado por el pueblo, de la misma manera que con la expresión "gobierno de los insipientes" lo que se significa es que es entre éstos, de manera expresa, entre quienes el gobierno, o los que aspiran a gobernar, buscan el apoyo, el respaldo o la legitimación.

Así entendidas democracia y oclocracia resulta evidente que no se trata, sólo, de dos formas distintas, sino de dos formas antagónicas de gobierno. La democracia vale lo que vale el saber del pueblo que la sustenta; la oclocracia, por el contrario, se apoya en la ignorancia o, lo que es lo mismo, busca la legitimación en el sector más ignorante de la sociedad. La primera vive del uso y la defensa del discurso racional y la segunda utiliza, sobre todo, la manipulación. Si la una es el reino de los verdaderos políticos, la otra es el campo de los auténticos demagogos.

Se equivocan, pues, los que afirman que "hay políticos que hablan al país como si los españoles fuésemos imbéciles". Lo que hay son políticos que elaboran su discurso para dirigirlo específicamente a los más ignorantes de entre los españoles. Son esos políticos, los verdaderos oclócratas, los demagogos, los enemigos de la abierta confrontación de las ideas, los que, lógicamente, rehúyen el debate.

Así las cosas, poco puede esperar, hoy por hoy, la democracia española de unas televisiones públicas que, en su esencia, siguen siendo igual de gubernamentales y, por consiguiente, en la práctica, igual de manipuladoras y partidistas que en el franquismo. Pero me resisto a creer que en los restantes medios de comunicación social, televisiones, radios y periódicos, no haya nadie capaz de enfrentar a cada cual con sus respectivas responsabilidades por la posible ausencia de debates durante la campaña de unas elecciones. Espero que no llegue a aceptarse como algo natural lo que a todas luces constituiría entonces otro gravísimo atentado contra nuestro sistema político de convivencia. En bien de todos, confío en que la campaña de mítines termine, en este año 2000, con unos interesantísimos debates entre los candidatos, y que gane el mejor.

José Juan González Encinar es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Alcalá (Madrid).

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