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Viriato y Juan el Bautista JAVIER TUSELL

A las puertas de una campaña electoral que promete ser interesante, los dos candidatos parecen estar tentados por sendos síndromes. Aznar lo manifiesta de forma inequívoca y quizá irreversible; a Almunia le ronda y puede ser letal para él. El resultado electoral dependerá de cómo traten ambos los respectivos síntomas.Aznar padece el síndrome de Viriato. Como la figura de aquel pastor lusitano que exhibía su poderosa musculatura en los libros de Formación del Espíritu Nacional del Bachillerato franquista, muestra orgulloso unos triunfos que, en parte, son reales, pero que magnificados hasta la exaltación pueden resultar contraproducentes. En el fondo, todo el mundo sabe que si ha tenido buenos ministros también los ha tenido pésimos y que si la situación económica es buena le debe mucho más a la coyuntura que a su gestión. Por tanto, el abuso en la exhibición del músculo puede concluir en la hernia inguinal, padecimiento más bien ridículo de quienes se dedican a esculpir su propio torso.

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E incluso en cosas peores. El exceso exhibicionista y el trémolo ante la eventual llegada de la ola roja revelan un preocupante fondo que no es precisamente de centro. Viriato era pastor y de éstos suele el olfato percibir el ganado que apacientan. Trías lo ha dicho: basta con ver al presidente en TVE para dudar de su centrismo. A Mayor, Rajoy o Pimentel cabe conceptuarlos centristas; a Aznar, no. Ortega, en 1933, recordó a la derecha que había "rebañado" hasta el fondo sus votos y algo parecido le sucede ahora. ¿Por qué no reaccionar ante la alianza adversaria de forma más distanciada y displicente, como ha hecho Ruiz-Gallardón? Si estuviera más claro el centrismo del PP -como también entonces pidió el filósofo-, no habría tantas razones ahora para exhibir musculatura o anunciar el Juicio final.

Lo peor del caso es la exhibición del nuevo Viriato en el País Vasco, en un discurso que ha llenado de satisfacción a la extrema derecha mediática. Cuéntase que, cuando Carrillo y Suárez se encontraron por vez primera, el uno le dijo al otro que tenía cara de legalizarle y el otro se lo negó rotundamente; luego, se pusieron de acuerdo y ese resultado fue posible por la finura política de ambos. En la España del año 2000 todavía hay quien piensa que por el procedimiento sistemático de la bronca amistosa o de la amistad conflictiva con el PNV al final se arreglan las cosas. Pero esto es jugar a la ruleta rusa, y no sólo en Vitoria, sino también en Barcelona.

El síndrome de Almunia es una posible tentación más que una realidad comprobada. El contenido de los pactos suscritos con IU no da para muchos sustos de una octogenaria beata ni de un burgués de otro siglo. A medio plazo, incluso un conservador de estricta obediencia debiera ser consciente de que con este pacto se introduce definitivamente a los antiguos comunistas en el consenso de la ortodoxia más que se amenaza con un vuelco desde la socialdemocracia hacia el desmelenamiento revolucionario.

Pero Almunia haría mal si prestara un exceso de atención a quienes, por entusiasta patriotismo de izquierdas, creen que basta poner de acuerdo a IU y el PSOE para alcanzar la Tierra prometida. Las encuestas de esta semana no le dan para alegrías: ni siquiera se ha movilizado definitivamente el votante propio, se debe de haber perdido una parte del fronterizo y se ha reanimado a un enfermo terminal. Las esperanzas que el PSOE puede tener radican en ese 38% de votantes de IU que van a cambiar el voto o pueden hacerlo como consecuencia del pacto; lo que hagan en circunscripciones decisivas será crucial para el resultado. Pero también éste habrá de depender del votante ilustrado de centro-izquierda. Hoy, casi dos de cada tres empresarios temen la heterodoxia económica si gana el pacto de izquierdas y así no se puede ganar.

Almunia sólo puede alcanzar la victoria si hace visible el corrimiento hacia el centro que creo le pide el cuerpo. De no ser así, podrá padecer el síndrome del precursor: acertar con el pacto a medio plazo, como con las primarias, y acabar, como Juan el Bautista, con la cabeza cortada. Reconozco, no obstante, que la metáfora no es por completo afortunada porque presupone que Frutos sea Salomé.

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