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Campaña

LUIS GARCÍA MONTERO

Era frecuente en la literatura medieval describir a los enamorados como unos locos, unas víctimas apasionadas que mostraban signos graves de desquiciamiento cuando los deseos invadían las aguas tranquilas de sus almas. La mordedura de la serpiente se notaba en el mudar del color, en el encarnizamiento de los ojos, en el temblar de la voz y de los dientes, en esa sequedad de la boca que regalan los desarreglos sentimentales y en la llama turbia que consume el juicio, saltando por los cables del equilibrismo mental con fríos abrasadores y fuegos helados, hasta llegar a la paradoja sonora de los que pretenden irse y quedarse, y con quedar partirse. Así hablaron de los enamorados Jorge Manrique y Diego de San Pedro, abriéndole el camino a Lope de Vega y Quevedo.

Nuestros antiguos poetas se fijaron en el amor porque en sus siglos no existía la imagen vibrante, la figura sonajero del político en campaña electoral. Ahí van ellos, sin poetas que les canten, asumiendo fuerza tan fuerte que fuerza toda razón, una fuerza de tal suerte que todo seso convierte en su fuerza y afición. Las declaraciones de los políticos en campaña electoral son, fíjense ustedes bien, un placer en que hay dolores, dolor en que hay alegrías, un pesar en que hay dulzores, un esfuerzo en que hay temores, temor en que hay osadía. Eso por no hablar del sudor pálido de la piel, del temblar rojizo de su mirada, del viento huracanado que zarandea sus manos, de la hermosa seguridad docente de sus insultos, de la terrible inseguridad alarmante de sus verdades.

Se anuncian elecciones, los políticos empiezan a ponerse nerviosos, a representar la inquietud de los locos amantes medievales, y los comentaristas políticos se preocupan por el estado de la democracia española y levantan su queja ante los malos estilos, los usos y costumbres de la campaña electoral. Hay quien sueña en la seriedad de los debates políticos europeos y norteamericanos, quien se queja de la falta de cultura democrática que padecen los líderes españoles. Confieso que leo con cierta melancolía el optimismo cosmopolita asumido por los periodistas políticos al criticar la democracia española, consolándose con un futuro de madurez europea. Rastros de la antigua fe en la modernidad extranjera, ganas de seguir pensando que ingleses, alemanes y norteamericanos nos anuncian un porvenir más digno. Pero las otras democracias son igual que la nuestra, una disolución del discurso político, de la intervención del pueblo en las decisiones reales, a favor de élites pluralistas que pactan entre sí y que adquieren la legitimación democrática a costa de renunciar al carácter hereditario de su poder. Por ahora no actúan como reyes.

El PP intentará rentabilizar la imagen de Aznar en su vacío andaluz y el PSOE hará lo mismo con Chaves en su desnutrición madrileña. Supongo que los dos están de acuerdo en la coincidencia electoral, como estarán de acuerdo también en la algarabía electoralista. En una democracia hueca, el electorado se moviliza más por reacción al insulto del otro que por su fe débil en las promesas del amigo. Locura calculada, los líderes asumen la obligación de movilizar a los votantes del adversario.

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