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Tribuna
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Información de vuelo

El aeropuerto de Madrid Barajas alcanzó durante el último año del siglo pasado -ex aequo con el de Barcelona- la condición del más catastrófico y dislocado de Europa, lo que no se consigue con facilidad. Son precisas circunstancias coincidentes para trastornar el funcionamiento de tan complicada maquinaria que se altera por dos claras causas: el infatigable ingenio humano para deteriorar las cosas, como las huelgas de pilotos, personal de tierra, controladores aéreos, o manipuladores de equipajes; y los imprevistos, fortuitos, ineluctables, en una palabra. En este capítulo entran las fuerzas de la naturaleza, cada vez más insolentes: el viento huracanado, la niebla espesa, la tormenta de nieve o de granizo, fenómenos sin control, pero con la ventaja de ser transitorios. Ante ellos no hay otra fórmula que la resignación, el aplazamiento del vuelo o el reembolso del billete.A finales del pasado diciembre un extremoso temporal azotó con saña la mitad norte de la Península: tronchó árboles centenarios, levantó tejas, derribó muros, naufragó embarcaciones y eso que padecimos la orla de una rabiosa tempestad causante de cuantiosos daños y muertes en Europa, el norte de Francia con especial furor. Para aquella tarde del 27 tenía reservado pasaje con destino a Asturias. Una conferencia telefónica para confirmar la llegada produjo el aviso previo: "Dudamos de que pueda aterrizar avión alguno; nunca vimos galerna del Noroeste tan violenta. El aeropuerto está cerrado".

Intenté verificar la inquietante novedad antes de salir para el aeropuerto. Quizás alguien estaba enterado, pero no los servicios informativos de Aena, ni la compañía que me vendió el boleto, ni fue posible conectar con la terminal asturiana: un teléfono comunicaba sin cesar y el otro no era atendido. Sin alternativa llegué hasta Barajas, donde reinaba la misma plácida ignorancia en el mostrador de facturación. "No tenemos noticia de que se haya suspendido el vuelo", nos forzaba a depositar la valija en la cinta transportadora, pese a la sospecha de que el viaje no iba a tener lugar. La tarifa de mi billete se correspondía con aquellos de tercera clase en el ferrocarril: me daba derecho a todas las incomodidades, pero no a cambio alguno voluntario.

Hasta allí la fuerza mayor, la aceptación de la evidencia ante las adversas condiciones objetivas. Pero -y en ello tiene cabida la reprobación-, por causas incomprensibles y casi nunca explicadas, el viajero se siente marginado, reducido a mero ser sospechoso, indigno de confianza. Aquella tarde, repito, parecía inadecuada para el tráfico aéreo hacia el norte de España. Se habían cancelado los vuelos en esa dirección, pero los 23 pasajeros y yo nos vimos zarandeados de una a otra puerta, lo que puede obedecer a la organización de otras salidas aunque nunca se esclarezcan los motivos. Custodiando el equipaje de mano, según frecuentes instrucciones de la megafonía, y al niño o la niña, de llevarlos consigo, nos conminaron a abandonar el lugar de espera, en el número 38 para trasladarnos al 42. Este movimiento neutralizaba la creciente desazón y alimentaba las expectativas de que el viaje era aún posible. Ilusoria esperanza, diluida entre los reportes llegados a través de los teléfonos móviles que intentaban prevenir a los allegados que esperaban o acababan de despedirse. El aeropuerto de destino estaba cerrado desde varias horas antes.

Lo enfadoso y aborrecible -en lo que coinciden la mayoría de los damnificados- es la ausencia de información, deferencia y respeto hacia quienes utilizan -pagándolo previamente- un servicio que por razones, a veces comprensibles, es imposible dar. Tres horas después compareció una preocupada empleada de relaciones públicas de aquella compañía -cuyo nombre omito a fin de que no me sospechen sobornado por la implacable competencia- para presentar las disyuntivas: volar al día siguiente, realizar el trayecto en autobús (450 kilómetros) o rescatar el pasaje. Escogí lo primero, acarreé la maleta hasta la consigna y, sobrado de tiempo, regresé en el metro, recién inaugurado. Por cierto, suntuoso, faraónico; parecía una construcción del IV Reich.

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