Recuerdo de Jaime Gil de Biedma JOAN DE SAGARRA
Ayer, 8 de enero, cumplí años, como los cumplió -cinco más que yo- mi amigo Juan Marsé, nacido también un 8 de enero, el día en que murió Jaime Gil de Biedma, ayer hizo 10 años.Recuerdo el día en que murió Jaime Gil. Con María Jesús, mi mujer, habíamos ido a casa de mi sobrino Marcos, Marcos Ordóñez; íbamos a hacer un poco de fiesta, Marcos iba a ponernos su música, sus discos; yo había llevado algunas más que respetables botellas, Marsé había quedado en pasarse a tomar una copa... Cuando llevábamos algo más de una hora en casa de Marcos y Pepita, sonó el teléfono. Era Marsé que nos daba la noticia de la muerte de Jaime Gil. Luego llamaron a Marcos del ABC, y éste se fue a la redacción a escribir su "cocodrilo", como dicen mis compañeros de La Repubblica, un extenso, honrado y espléndido artículo necrológico. Y la fiestecita de cumpleaños terminó en un tímido sopar de mortuorum.
Diez años, ya, de la muerte de Jaime Gil. Me enteré el viernes, día 7, hojeando La Vanguardia. En el suplemento literario venía un artículo de un par de páginas de Miguel Dalmau: El poeta seductor: una evocación de Gil de Biedma. Dos días antes, tomando nuestro Jameson en el Michael Collins, el pub irlandés de la plaza de la Sagrada Família, Marsé me había informado de que Miguel Dalmau había ido a verle: "Està escrivint un llibre, una biografia sobre el Jaume", me dijo. Teniendo en cuenta el olfato y, sobre todo, el empecinamiento y la tenacidad demostrados por Dalmau en su libro, difícil y discutible, sobre los Goytisolo, mucho me temo que la biografía de Jaime Gil que prepara Dalmau es susceptible de causar alguna pupa entre los restos debidamente operados, maquillados y conservados de aquella alta burguesía barcelonesa que le vio crecer, sobre todo si se destapan los orígenes de su homosexualidad. Repasando, con Marsé, la lista de los antiguos amantes de Jaime, y, en especial, de los vivos y notorios, llegamos a la conclusión de que Dalmau no lo tendrá demasiado fácil. "Sin embargo", le dije a Marsé, "siempre nos queda la posibilidad de descubrir, de dilucidar, de una vez por todas y gracias a Dalmau, si tú fuiste, como aseguran por ahí, desde Porcel a Marta Ferrusola, pasando por el nuncio apostólico, amante de tu mentor y queridísimo amigo Jaime Gil de Biedma". Y nos echamos a reír.
Miguel Dalmau empieza su artículo con estas palabras: "Probablemente él no estaría de acuerdo. Pero quizá haya sido Gil de Biedma el Cavafis barcelonés...". Eso del Cavafis barcelonés ya se lo habíamos dicho a Jaime Gil, Terenci y yo, una noche en Ventalló, en casa de Terenci, escuchando discos de la Greco, de Montand, de Patachou, escuchando el cornetín de Vian en el Tabou. Y Jaime no dijo ni sí ni que no: se reía. También, con Terenci, habíamos comparado a Carlos Barral con el célebre barón Corvo: a Barral le agradaba la vela latina y al barón la góndola -y los gondoleros-. Además, ambos citaban a Catulo en latín, como solíamos hacerlo Jaime Gil y yo.
¿El Cavafis barcelonés? Yo soy hijo de poeta y he vivido, sobre todo en mi tierna infancia y no tan tierna adolescencia, rodeado de poetas. Poetas pasteleros, poetas carniceros -a nuestro piso de la Bonanova solía venir un poeta que tenía una carnicería frente al puente de Vallcarca-; poetas abogados, poetas médicos, poetas de juegos florales, incluso sindicales -como un poeta que tenía una floristería en nuestro barrio-. Poetas como Marià Manent, al que me cruzaba en la calle; yo camino de mi colegio, él de la editorial Juventud. Poetas como Carles Riba, que mi padre me presentó en un concierto de Ataúlfo Argenta (Albéniz / Falla / Granados) en el Palau, y, ¡horror!, yo, con 14 años, era un pelín más alto que él. Poetas malditos, como mi entrañable Palau i Fabre. Poetas ricos, como Soler de Sojo, que sabía un huevo sobre derecho marítimo y viajaba mucho a Suiza y me traía cajas de bombones y casitas de música. Y poetas como Blai Bonet, al que conocí cuando empezaba a afeitarme y que me mandaba una postal cada 24 de junio, el día de mi santo. Por no hablar del inefable Lluís Valeri -que no, parafraseando a Fages de Climent, Paul Valéry-, el cual, tras la muerte de mi padre, me atosigaba para que hiciese oposiciones a notario...
Pero toda esa poesía era, a fin de cuentas, una poesía doméstica. Todos esos poetas pertenecían, de algún u otro modo, al mundo de mi padre y abuelo, de mi abuelo-padre. Salvo, tal vez, Blai Bonet, que me daba algo de miedo, a tenor de sus correctas, demasiado correctas, postalitas.
Y un buen día apareció Jaime Gil de Biedma. Sabía quién era. De adolescente le había visto comiendo ostras con los Goytisolo en el Cantábrico (ya no existe), cenando con sus padres en Finisterre (permanece cerrado, como si no existiese), con uno de sus amantes en el Rigat (ya no existe). Le leía. Me dio a conocer a Cernuda y, cada año, por mi cumpleaños, me regalaba una purera de piel de cerdo, para mis cigarros. Sí, en cierto modo, fue nuestro Cavafis, un flâneur, aquel flâneur que en su día apuntó Dionisio Cañas, y al que desde hace años, incluso antes de su muerte, acompaño en lo que Cañas llama "su paseo solitario entre las ruinas". Las ruinas de la que yo llamo la Gran Encisera, la de Maragall, que se da la mano con la Barcelona del 29, la de Vida privada, la de la novela de mi padre-abuelo, que vio nacer a Jaime.
Ayer, de madrugada, mientras escribía estas líneas, saqué de la vieja purera de piel de cerdo un robusto Partagas y descorché una botella de vino tinto de La Nava -el mismo que hoy se habría bebido Jaime-, y le recordé, señorito brillante e irresistible, irresistiblemente brillante, en la barra del Sandor, con un dry martini en una mano y con la otra dibujándome las magnifiques formes, los génoux énormes, de la giganta de Baudelaire. Y mientras dibujaba, con precisión, ese monstruoso paisaje, el poeta Jaime Gil se reía, se reía, como sólo él sabía reírse.
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