Montañeros
Ocurrió un domingo de mayo que amaneció soleado y espléndido. Tenía 16 años y aquella excursión con amigos y amigas era todo un acontecimiento personal. Nadie en el grupo pensaba cruzar la cordillera del Himalaya ni hacer grandes alardes alpinísticos, sólo subir a Navacerrada y coger el telesilla a la Bola del Mundo como hacían cada semana cientos de domingueros. El ambiente era caluroso y sobraban incluso el jersey y la cazadora que todos habíamos llevado a regañadientes por la insistencia de nuestros respectivos progenitores. La comida, ya en el alto, fue en manga corta, pegando el sol con tanta intensidad que enrojeció los brazos de quienes exhibían un tono de piel más crudo. Un vientecillo apenas perceptible aconsejó de súbito ponerse el jersey y pocos minutos después fue encima la cazadora, ante la sucesiva y creciente aparición de formaciones nubosas que acabaron por ocultar los rayos del sol. La temperatura cayó en picado, el viento arreció y pronto se convirtió en una ventisca de nieve cegadora que impedía la visión a un palmo de las narices. Todo ocurrió tan deprisa que apenas hubo tiempo de meter las cosas en las mochilas y definir una ruta de regreso de forma ordenada. La nevada era cada vez más copiosa y enseguida cuajó, ocultando las piedras e irregularidades del terreno, lo que hizo lento y complicado el caminar. Nadie llevaba botas de montaña, íbamos en zapatillas deportivas, como correspondía a quienes habían iniciado una excursión casi veraniega sin mayores pretensiones. Con los pies chorreando, ateridos de frío y completamente desorientados, la marcha empezó a resultar tan penosa que apenas avanzábamos unos metros sin caer en la nieve. En tales circunstancias, con la visibilidad comprometida y carente de cualquier orden y concierto, cada cual tiró por donde pudo hasta quedar el grupo completamente dispersado. Fue entonces cuando, en el intento de bajar con mayor rapidez, descendí por un barranco que no parecía muy pronunciado, aunque sí lo era. En una de las erráticas zancadas el piso cedió de golpe bajo mis pies hasta hundirme en una oquedad que me dejó atrapado con la nieve por encima de la cabeza. Quince minutos pasé con los miembros entumecidos y exhausto tratando de escapar de aquel pozo en el que llegué a pensar que acabarían mis días.Han pasado casi treinta años y aún no he logrado entender de dónde vinieron las fuerzas para salir de aquel maldito hoyo. Cuando llegué a la Venta Arias apenas sentía los pies y tenía síntomas de congelación en una mano. Aquel episodio de excursionista neófito nunca consiguió que odiara la montaña, más bien todo lo contrario, pero sí me enseñó a respetar sus reglas. Algo que no terminan de entender quienes suben a las cumbres sin preparación, en solitario o haciendo casi omiso de las recomendaciones de Protección Ciudadana.
Una semana después de que un joven de 21 años que ascendió solo al macizo de Peñalara en medio del temporal mantuviera en jaque a cuarenta personas para rescatarle, los imprudentes volvían a dar la nota. A pesar de que los responsables de seguridad habían alertado sobre la adversidad climatológica, tres montañeros de Leganés se perdían con la ventisca, obligando a la Guardia Civil a localizarles. Una negligencia menor si se compara con la temeridad exhibida por el monitor de una asociación vecinal de Hortaleza que subió a siete niños de 8 a 14 años hasta Cabeza Lijar, en el puerto de los Leones, con todos los pronósticos en contra. La intensa nevada caída por la noche complicó su situación, obligando a desplazar a un helicóptero para evacuar a uno de los críos, que presentaba principios de congelación. Cuando llegaron los equipos de salvamento se habían unido al grupo unos scouts que habían subido a la montaña vestidos con chándales, zapatillas y unos sacos de dormir insuficientes para soportar temperaturas inferiores a los seis grados bajo cero. Hacer montañismo, como cualquier otro deporte, supone asumir ciertos riesgos inherentes a su práctica. Algo que nunca puede justificar el incurrir en la estúpida osadía o la temeridad gratuita que obliga a poner en solfa numerosos efectivos humanos que han de arriesgar su propia vida y cuyo elevado coste sufragamos todos los madrileños. Una cosa es el heroísmo y otra la tontería.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.