Veda
MIQUEL ALBEROLA
Todavía hay algo peor que matar por dinero, y es pagar para poder matar, como hacen algunos tipos respetables que dan curso a su inclinación al asesinato a través de la caza, bajo el pretexto del instinto. Muchos de ellos se suelen deprimir ante las imágenes de un remolque de camioneta cargado de cadáveres en Timor o en Turquía, pero a mediados de octubre, coincidiendo con la apertura de la veda, desenfundan la escopeta, meten el ojo por los cañones y comprueban al trasluz que las estrías todavía describen la espiral con limpieza para ajustar la munición lo máximo posible y abatir la pieza que se les ponga a tiro. Luego sacan las polainas y las perneras de nailon del armario, la grasa de caballo, los guantes, el tabardo, las cartucheras, una caja de aspirinas para el cansancio del perro y un buen fajo de billetes, y, vestidos de mercenario, aplacan una inquietud atávica, que sólo pica si se rasca, en ojeos de perdiz, monterías, aguardos, recechos y berreas. Cada otoño afirman su personalidad con una escabechina invocando el precepto de la cinegética, como si se tratara de una ciencia exacta. Existe un exquisito mercado de piezas para estimular a los criminales más elegantes y que saquen todo el partido de su fervor sanguinario, para que luego se hagan una fotografía con la suela de la bota pegada al espinazo de un impala y la cuelguen en su despacho como el diploma de un máster. Hoy es posible matar un búfalo de la India blanco por ocho mil dólares, tumbar un puma por dos mil o reventar el vientre de una cabra de seis cuernos por unos billetes más en cualquier safari de Argentina de cuatrocientos pavos diarios. Por un buen pellizco se puede obtener una concesión para matar elefantes, leones o leopardos en Zimbabue, osos negros en Canadá y osos pardos en Rusia, Mongolia o los territorios del Yukón, en Alaska. La calidad del matarife siempre es directamente proporcional al tamaño y la dificultad de la pieza, por eso algunos se miden a sí mismos en el delta del Okavango y otros se conforman con un holocausto de pajaritos. Los adeptos sonríen cuando aprietan el gatillo porque la caza es la mejor coartada para ejercer el asesinato sin que te persiga la policía. Se trata del crimen perfecto.
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