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Clark Gable

Miquel Alberola

MIQUEL ALBEROLA Entre albaranes, escrituras notariales, resultados y análisis clínicos y otros papeles de interés complejo, mi padre guardaba una página de publicidad doblada que utilizaba un fotograma Honky Tonk, con Clark Gable con sombrero, ceja arqueada y sonrisa de canalla. En medio de todos estos testimonios sobre su actividad y su salud, que yo escrutaba apenas dos días después de su fallecimiento, allí estaba este aventurero seductor y cínico de Ohio ofreciendo una rosa como si no hubiera pasado nada. El cajón de la cómoda que yo registraba no era sino una dimensión material de lo que mi padre guardaba en el interior de su cerebro, y allí este actor desarrollaba un protagonismo principal junto a algunas muestras de semillas de melón. Mi padre creyó en Clark Gable como en la agricultura, a la que llegó casi como conclusión espiritual tras despejar durante su juventud las premisas del estraperlo y del comercio. En alguna de aquellas tardes de cine de posguerra, mientras sobre la cabeza de mi abuelo pendía la pena de muerte y cumplía siete años de condena en la cárcel por el simple delito de ser miembro del partido socialista, este mismo fotograma debió quedar tatuado en su cerebro de un modo definitivo como una pancarta de libertad. Abordo de la Bounty, entre los escombros de San Francisco o en medio de la carne picada de una batalla en Saratoga, Gable siempre sabía lo que había que hacer. Quizá por eso mi padre llevaba en un lugar eminente de su billetero, junto al carné de socialista, a este bribón besando en picado a Vivien Leigh, mientras la doblaba cuarenta y cinco grados por su cintura. Lo mismo que él, incluso con su mismo bigote de truhán, mi padre siempre sabía lo que había que hacer ante cualquier situación por complicada que fuese. Pero ahora que tengo los sentimientos abiertos en canal ha huido con Clark Gable sobre el caballo indómito de Vidas rebeldes, dejándome la perplejidad del excedente agrícola que supongo que soy y este papel doblado con la imagen de un aventurero seductor quién sabe si como antídoto.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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