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La política como mediación del conflicto

Según Norberto Bobbio, cuando los partidos e ideologías políticas están con sus fuerzas más o menos igualadas, la relevancia de la distinción entre izquierda y derecha es poco cuestionada. Pero, en momentos en los que una u otra alternativa se hace tan fuerte que parece el "único casino de la ciudad", ambas partes tienen interés en cuestionar esa relevancia. La parte más poderosa y vencedora tiene interés en declarar que no hay alternativa. Y, para evitar la impopularidad de su política práctica, adopta algunas de las convicciones de sus oponentes, propagándolas como opinión propia. Es lo que ha hecho el presidente Zaplana en su discurso de investidura asumiendo parte de la Tercera Vía. Por otro lado, la estrategia del perdedor es producir "una síntesis de posturas opuestas con la intención práctica de salvar lo que se pueda salvar de la propia postura abriendo espacios a la postura opuesta y, así, neutralizarla". Esa era la intención del discurso de Asunción (PSPV) en contestación al presidente Zaplana. Curiosamente, tanto el PP como el PSPV iban más allá en sus planteamientos de la distinción izquierda-derecha, combinando elementos de ambas -obviamente, con énfasis distintos- y con un objetivo parecido: la consecución del centro político. Este comportamiento de los dos partidos mayoritarios es lógico en una sociedad democrática como la nuestra donde la mediática -televisión, radio, prensa- domina el discurso político. Ya no se trata de confrontar proyectos políticos que tengan opciones diferentes para resolver los problemas de la gente. Lo que importa es no asustar al electorado, ser prudente, comedido, convincente... Quedar bien, en definitiva. Eso sí, para movilizar al electorado, dada la escasa confrontación de ideas y proyectos, se utiliza el enfrentamiento semántico, palabras gruesas y espesas, cuando no ataques personales. No obstante, la utilización de este procedimiento tiene un límite que no se puede rebasar. Lo marca aquel o que puede molestar al centro político -procacidades, mentiras, sistemáticas-. A mi juicio, lo que aquí falla es una cuestión de calado que tiene que ver con la forma de concebir "lo político" y "la política". Mouffe distingue entre "lo político", ligado a la dimensión de antagonismo y hostilidad que existe en las relaciones humanas, y "la política", que apunta a establecer un orden, a organizar la coexistencia humana en condiciones que son siempre conflictivas, pues están atravesadas por lo político. En definitiva, si la dimensión conflictiva de lo político atraviesa la naturaleza de la sociedad democrática moderna, la política consiste siempre en domesticar la hostilidad y en tratar de neutralizar el antagonismo potencial que acompaña toda construcción de identidades colectivas. Por esta razón, en las democracias liberales y plurales modernas, el objetivo de la política democrática no reside en eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada, sino en movilizarlas y ponerlas abiertamente sobre el tapete. No se trata tanto de armonizar los diversos intereses y confrontaciones de todo tipo como de mediar en y gestionar los conflictos para hacer posibles los acuerdos puntuales, que serán inevitablemente provisionales de acuerdo con el carácter sustancialmente conflictivo de las sociedades modernas. La confrontación y los acuerdos nunca terminan ya que son la sal de la misma vida en las sociedades democráticas. No sólo hay conflictos de clase -izquierda / derecha-, sino conflictos que atraviesan las clases sociales -los problemas ecológicos, identitarios o de sentido de pertenencia, religiosos, etc...- y otros de carácter supranacional (o supraestatal), contabilizando aquí los problemas y adaptaciones que genera el proceso de globalización en que estamos insertos. Si la política se convierte sólo en la búsqueda del fantasmal centro político, espacio aparente de equilibrio y consecuencias electorales positivas, quiere decir que se renuncia a encauzar la conflictividad como expresión de la diversidad y pluralidad. Los efectos a corto y medio plazo son el desencanto y la pérdida de confianza popular en los políticos y la política o peor aún, pueden incluso generarse procesos políticos a lo Gil y Gil, auténticos paradigmas de manipulación y apoliticismo social. A largo plazo, los grupos sociales que se sienten marginados pueden desarrollar actitudes anti-sistema, fundamentalistas, o, lo que es peor, pueden enarbolar un aterrador pasotismo. Ambas tendencias vendrán acompañadas con su correspondiente adobo de una sólo aparente confrontación virtual de naturaleza mediática entre los partidos resistentes. Ejemplos los hay: ¿cómo explicar que en Estados Unidos el 50% de la población su autoexcluya de los procesos electorales a nivel federal? A mi juicio, debemos rearticular una concepción de la política como mediación y gestión de los diferentes conflictos que emergen en las sociedades plurales, diversas, liberales y tolerantes. En caso contrario, peligrará esa misma diversidad y pluralidad que actúan como los nervios de la vida social y política en las democracias de fin de siglo. En la medida que el centro político busca la armonía cuasi-eterna, estática y extática -que no coyuntural- de la diversidad, niega el sentido de la política como gestión del inevitable conflicto que es consustancial a la misma naturaleza de la democracia.

Emèrit Bono es profesor de Política Económica de la Universidad de Valencia.

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