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Tribuna
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La zarpa de Ranieri

Bajo la mirada perpleja de los cronistas locales y los expertos en mantenimiento físico, Claudio Ranieri afronta un trepidante final de temporada: le pide el finiquito a Pedro Cortés, contempla en silencio el traspaso del Piojo al fútbol italiano, explica las razones por las cuales su club debe buscar un nuevo entrenador, prepara el desembarco del equipo en la final de Copa y, mientras hace planes y maletas, se somete a la última prueba de fuego tres meses después de las Fallas. Sabe que su Nit del Foc pasa por conseguir el billete para la Liga de Campeones. Todo empezó en el verano del 98, cuando su equipo emprendía la aventura de jugar la Intertoto, una competición auxiliar cuyo dudoso premio consistía en alcanzar otra. El reto implicaba varios peligros que podían resumirse en uno: mientras sus colegas se dedicaban a valorar los efectos del Mundial de Francia en los biorritmos de sus figuras, mientras los equipos de la competencia se entregaban a enrevesados planes de recuperación física, mientras unos rompían a sudar mirando el calendario y otros se fundían en las interminables sesiones de carrera continua, él debería comprometer a sus jugadores en la difícil misión de exigirse el máximo rendimiento en lo que algunos consideraban un torneo para pobres.

En aquella situación, los estudiosos de la resistencia le predijeron un futuro desgraciado: llegaría al mes de marzo con la reserva de gasolina, y en mayo, agotado por el exceso, se desplomaría sobre Mestalla como un viejo percherón. Inmediatamente, los entendidos insistieron en sus previsiones : el ritmo que exhibían los chicos de Ranieri no podría prolongarse más allá de dos meses. ¿Que cómo se explicaba la facilidad de sus muchachos para resolver partidos? Bien, de nuevo todas las razones podían resumirse en una: después de un Mundial tan breve y tan amargo para la selección argentina, el Piojo López había vuelto a Valencia con la rabia del ofendido y la velocidad de un purasangre. Nadie parecía capaz de sostenerle la carrera en aquellas primeras semanas de verano: arrancaba un metro por detrás de la defensa contraria y de pronto estaba dos por delante. Con la pelota bajo control, por supuesto.

El mismísimo Ranieri reconocía tal ventaja en la misma medida en que temía perderla.

-Hoy por hoy, repito, sólo hoy por hoy, Claudio López está varios peldaños por encima de los demás -solía decir con un estudiado gesto de resignación.

Desde entonces, el Valencia puso en práctica una fórmula de recurso. Nueve jugadores de campo deberían estar atentos a mantener distancias y posiciones, de modo que el contrario tuviera las máximas dificultades para progresar. Si alguno de ellos lograba recuperar el balón, la prioridad sería alejarlo a toda prisa en la dirección conveniente. ¿Cuál era la dirección conveniente ? Estaba muy claro: la que marcasen las diagonales del Piojo.

Con ese viejo truco italiano, los dos Claudios prosperaron en la Intertoto, en la Liga y en la Copa. Sólo titubearon ante la maraña defensiva del Depor y, pequeñas derrotas al margen, sólo se rindieron al Liverpool de MacManaman. Pero nunca renunciaron a su posición de aspirantes, y, aún más, para revalidar su candidatura se permitieron volar tres veces seguidas el sistema Van Gaal antes de reventar de una vez por todas el sistema Toschack.

Si consiguen resistir tres semanas más, habrá que sacar dos conclusiones: que no hay temporadas largas, sino equipos cortos, y que en el idioma de don Claudio no existe el verbo claudicar.

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