Los humanistas
Milosevic, como a estas alturas se nos ha dicho a muchos, creció huérfano: tanto su padre como su madre se habían suicidado. La madre de su esposa podría muy bien haber sido la protagonista de una tragedia griega. Como partisana yugoslava, fue capturada por los nazis, torturada hasta que le arrancaron información crucial, fue liberada y después ejecutada por el jefe de su grupo guerrillero, que casualmente era su padre.Obviamente es ésta una historia de familia que desborda los límites de la imaginación de cualquiera. Sin embargo, la utilizamos para diversas interpretaciones políticas. A la buena de Hillary, atrapada en el vértigo de la psicohistoria y el psicocotilleo, se la pudo oír comentar al presentador de televisión Larry King que los Milosevic pretendían arrojar sobre los kosovares el peso de sus tragedias personales.
Esto viene a expresar lo difícil que resulta comprender todo aquello a lo que nos hemos visto expuestos en el caso de Kosovo. Pero lo que aquí puede ser más importante no es el dolor personal de Milosevic ni el de su mujer, sino la identidad que aquél adquirió como cachorro del comunismo en un régimen yugoslavo enfrentado a Stalin, pero profundamente influido por el sentido soviético de la virtud. Nuestro buen funcionario soviético era un afanoso burócrata capaz de trepar por la resbaladiza cucaña del partido con la suficiente destreza como para vencer a sus fieros pares. Milosevic ha debido ser uno de los seres humanos más astutos, duros, arteros, implacables y llenos de recursos de cuantos Madeleine Albright se ha topado en la vida. Ella también trepó por una resbaladiza cucaña, pero alcanzó la cúspide como anfitriona de cócteles mundanos. Hazaña singular, sin duda, pero difícilmente comparable con el vertiginoso ascenso del maestro Milosevic. Hagámonos cargo: ella no era rival para él. Como tampoco lo eran Clinton o William Cohen, quienes ni siquiera han servido en las Fuerzas Armadas.
El combate, para los que lo han vivido, es algo tan misterioso y extraño como la primera vez que se hace el amor. Tener, por lo tanto, a tipos así (incluida Madeleine Albright) como depositarios de nuestra confianza en la campaña de Kosovo es lo mismo que pedirle a un joven virgen que se convierta en consejero matrimonial. Sólo un genio podría superar semejante escollo.
Centrémonos más bien en la estrategia de Milosevic. Si con anterioridad a los bombardeos hubiera cometido todos los actos atroces que ha perpetrado desde entonces, estaría hoy probablemente condenado sin remisión. El agravio del mundo no habría tenido límites. Por eso esperó y dispuso su trampa. Hace siete meses, en octubre, bajo la amenaza de los ataques aéreos de la OTAN, hizo variadas promesas sobre su futura conducta en Kosovo que, en los meses siguientes, tuvo buen cuidado de no cumplir. Por ello volvieron a empezar las negociaciones, hasta llegar a su clímax en Rambouillet. Pero Milosevic se negó a comparecer. Albright, furiosa, decidió que probablemente no era en el fondo tan duro, y que, si en vez de amenazarle de nuevo lleváramos a cabo nuestras amenazas, se rendiría de inmediato. Así que empezamos a bombardear en cooperación con la OTAN, organización a la que una guerra rápida y decisiva le podía venir muy bien para dorar los blasones de su 50º aniversario. Alzamos el telón con bombas inteligentes.
Milosevic estaba más que preparado y la OTAN se metió en una trampa cuya profundidad sólo puede medirse por el número y peso de las malévolas asechanzas que Milosevic ha ido dispensando a través de su carrera. ¿Es que a nadie se le ocurrió pensar que acto seguido empezaría una brutal limpieza étnica? En el término de 24 horas, ya estaban en movimiento las columnas de refugiados, y ardían las casas, pueblos y burgos de Kosovo. Había comenzado el "genocidio".
Aunque Clinton y la OTAN no hubieran hecho más, ya habrían conseguido como mínimo empobrecer el impacto de esa palabra. Es un término que se basa en la idea de Holocausto, por lo que debe utilizarse con cautela. En Camboya hubo genocidio, como en Ruanda, pero la limpieza étnica, con la destrucción de viviendas, pasaportes, campos y ciudades que implica, y con su ira de matanzas arbitrarias, no equivale al asesinato de millones de personas. La limpieza étnica es más bien un genocidio psíquico, porque para la mayoría de los que lo sufren es como si a su presente se le amputara el pasado.
Los bombardeos son, a su vez, otra forma de genocidio psíquico, salvo que en este caso lo que se amputa es el futuro. Uno deja de saber que hay un futuro y las expectativas del presente -lo que haremos mañana, la próxima semana o el año que viene- están tan destrozadas como una casa a la que se le hubiera seccionado todo un muro.
Entonces, ¿qué es lo que hemos logrado? Tan pronto como comenzaron los bombardeos, las atrocidades de Milosevic se multiplicaron por 10 o 20 con respecto a todo lo que hubiera podido haber perpetrado anteriormente. Y, sin embargo, ese caos y ese horror se vieron multiplicados por el horror que la OTAN estaba infligiendo a los serbios. Después de todo, el serbio de a pie tenía tan poco que ver con la guerra como su equivalente kosovar. El caos, por tanto, se sumaba al caos. Y no había ningún plan militar para poner fin a la guerra. Sólo esperanzas, más la inconsciente arrogancia de la OTAN en la exposición de sus excelentes razones. Llegados a este punto, ¿queremos de verdad escrutar a fondo los motivos personales de Clinton? Dado cómo se puso de perdido con las náuseas que le provocó el impeachment, no es difícil creer que, aparte de sus motivos confesados de combatir el genocidio allá donde se dé, pudiera estar también tratando de influir en el orden del día de los medios de comunicación. (Y bien que lo ha conseguido.) Por otro lado, los pormenores del impeachment habían manchado la presidencia hasta tal punto que Clinton no se atrevía a pedir a sus compatriotas que derramaran su sangre. Por ello tenía que vender su mercancía a precio de saldo. Bombardearemos, dijo Clinton, pero sin recurrir a tropas terrestres.
Nos hallamos en el mismísimo centro de un prodigioso desconcierto nacional. Nunca es fácil defender una guerra, pero aun así hay una diferencia visceral entre un combate limitado únicamente a la acción aérea y la utilización de medios terrestres. Una guerra por tierra es siempre de una crueldad más allá de toda comprensión, pero en ella se dan casos de heroísmo o sacrificio y, dado que en los dos bandos mueren jóvenes, también se da, a pesar de todo, un mínimo de pesar común a ambos bandos, que, con el paso de los años y las décadas, puede llevar incluso a la reconciliación de los adversarios.
Sin embargo, el bombardeo aéreo es pura y simple opresión. Y si se lleva a cabo con la idea de que jamás sea nuestra sangre la derramada, llega a lo obsceno. La mayor parte de los que sufren los bombardeos jamás perdonarán al agresor. La idea del odio hacia
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América que todo esto está sembrando en las poblaciones menos favorecidas del planeta no puede ser motivo de entusiasmo.Tony Blair, al explicar las reticencias de Clinton a enviar tropas de tierra, dijo: "... Kosovo está muy lejos de Kansas". Lo está. Puede que incluso demasiado. Si como nación no estamos dispuestos a derramar nuestra sangre para ayudar a los kosovares, va siendo hora de desengañarnos de que somos capaces de evitar un genocidio, tanto real como psíquico. Todo lo que podemos hacer, estando las cosas como están, es propagar la destrucción.
Entonces, ¿qué podríamos haber hecho?
Tras el fracaso de Rambouillet podríamos haber desplegado tropas terrestres en la periferia de Kosovo y haber aireado lo más posible esa amenaza por medio del bombardeo sostenido de Serbia con octavillas en las que se detallara el cúmulo de barbaridades cometidas por Milosevic. Si éste hubiera seguido negándose a negociar podríamos haber desencadenado una guerra terrestre reforzada desde el aire. Aunque habría habido un considerable número de bajas europeas y estadounidenses, ese tipo de guerra podría haberle dado la victoria a la OTAN en poco tiempo. Ni que decir tiene que eso era lo último que Clinton se podía permitir. Teniendo en cuenta que lo anterior no es más que estrategia de salón, la verdadera cuestión es: ¿qué hacemos ahora?
Respuesta: hacer la paz. Negociar. Los problemas de Milosevic para la reconstrucción del país son ya lo bastante grandes como para obligarle a admitir que su resultado será como mínimo dudoso. Si lo que busca son futuros créditos financieros -¿y cómo no?-, no puede permitirse el lujo de cantar victoria. Por parte de la OTAN, y para que no parezca que se ha acobardado en la aceptación de una paz negociada, es más que probable que empiecen a aflorar historias de las atrocidades cometidas por el Ejército de Liberación de Kosovo contra los serbios. Por su parte, Clinton tratará de salvar la cara hasta el punto de permitir a sus consejeros de imagen decir que ha hecho tablas. A tenor del inmenso corazón de Clinton, que tanto sufre por todos nosotros, es muy probable que lo consiga. La OTAN, sin embargo, puede que no. Tanto peor para ella. Su papel principal concluyó con la guerra fría, y desde entonces no ha dejado de mostrarse como una organización retórica y carente de ingenio en su pretensión de crearse una nueva función. Sería preferible que se reconstituyera como una fuerza de intervención, una especie de Legión Extranjera internacional dispuesta a morir al servicio de Europa y Estados Unidos.
Si no hubiera suficientes voluntarios para un ejército tan especial, tan devoto y presumiblemente tan letal, reconozcamos al menos que cuando se trata de enfrentarse a un genocidio, sea cual sea su forma, no estamos dispuestos a sacrificar a nuestros hijos; y que nuestra sangre no está tan pronta como nuestra lengua.
Esa introspección, aunque nos haga agachar la cabeza, puede servirnos para algo en el futuro. Por ejemplo, para suprimir aquellos actos de compasión institucional que bastantes de nosotros albergamos con demasiada frecuencia. La emoción que se siente al considerarse virtuoso y que tanto se manipula nacional e internacionalmente tiene todos los números para sembrar la catástrofe.
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