MORANTE DE LA PUEBLA De la cuna a La Maestranza
E l primer pase que dio Morante de La Puebla a una becerra fue en brazos. Tenía 5 años y se empeñó en hacer frente al animal en un tentadero. "Calla, niño, era muy chico", le dijo su padre. "Que no, que quiero torear", porfió. Los llantos del niño ablandaron el corazón de un banderillero que andaba por allí, Rafael Sobrino. Así que se colgó el niño al cuello, le dio el pico del capote, citaron a la vaca y de esa forma extraña, sostenido por el hombre, instrumentaron un pase sin parangón, que se sepa, en la historia del toreo. Antes de aquel memorable episodio José Antonio Morante, que la semana pasada salió por la Puerta del Príncipe en Sevilla tras dos soberbias faenas, había toreado con una paño de cocina todas las sillas de su casa y todos los toros fantasmales que atisbaba en la calle. Su lugar preferido era junto a un quiosco de papas fritas, cerca de su casa en La Puebla. Su único espectador era el regente del quiosco, un buen aficionado, que unos años después, cuando el niño contaba 8 años, intercedió ante el alcalde para que le cediera una becerra. Su familia está convencida, sin embargo, que su primer esbozo torero lo dio a los nueve meses, en la cuna. Morante vino al mundo el 2 de octubre de 1978, festividad de los Ángeles Custodios. Su padre trabajaba en una fábrica de arroz de San Juan de Aznalfarache y no tenía especial interés por los toros. De hecho no había pisado jamás La Maestranza, pero por uno de esos misterios insondables su segundo hijo nació torero. Un acontecimiento así cambia el destino de una familia. Los padres de Morante, en efecto, se vieron envueltos en un mundo ajeno y comprometido, lleno de inquietudes y afanes desconocidos. Cuando el hijo contaba 6 años tuvieron que ir a El Corte Inglés a comprarle su primer traje. El niño escogió uno rojo, pero se le olvidaron las medias. "Yo tengo muchas en casa", le dijo su madre. "Ya, pero no de color rosa", respondió. "Rosas no, pero de color carne sí". "Esas no valen", atajó. Morante fue un niño solitario, ensimismado con sus toros de aire, austero. No ocultó su desagrado por los estudios, pero de una manera elegante: "Mañana es miércoles y los miércoles no hay escuela". Sin embargo, sacó adelante los estudios básicos sin muchos contratiempos, pese a que entre lección y lección intercalaba un becerro. Su viaje de estudios fue a Galicia. Allí, los maestros recompensaron a los niños con una visita a una discoteca. Morante se quedó en la puerta. Lo llamaron y mohíno respondió: "No entro porque quiero ser torero y los toreros no entran en las discotecas". Sus padres, mientras tanto, no sabían de dónde sacar el dinero para la gasolina y la comida cuando se presentaba la oportunidad de torear fuera. El padre ideó un truco para colar al hijo a las corridas nocturnas de La Maestranza. Se lo colgaba al hombro y le ordenaba que se hiciera el dormido, como si fuera un bebé. El truco dio resultado varias temporadas, durante las cuales el niño creció atenazado al padre y con los ojos cerrados. Hubo un día, sin embargo, en que los pies de Morante ya arrastraban por el suelo. El portero sonrió: "Ese niño es muy grandecito para dormirse". A partir de entonces tuvieron que sacar dos entradas. La carrera de este torero que aspira a relevar a Curro Romero fue meteórica. Morante debutó con picadores en Guillena en abril de 1994 y un año después toreó como novillero seis tardes en Las Ventas. En 1997, en Burgos, recibió la alternativa y el año pasado se presentó en la feria de Abril: al segundo toro le cortó las dos orejas. Desde entonces ha ganado lo suficiente como para pagar las deudas contraidas con sus benefactores y para adquirir un coche, aunque todavía están demasiado cerca los años del esfuerzo. Cuando contaba 9 años, por ejemplo, su familia, para alquilar una becerra, tuvo que rifar dos jamones. Fue una experiencia agridulce. Cuando salió el ansiado animal se le acalambraron las piernas y apenas pudo dar dos pases. En cambio, los dos jamones le tocaron a su abuela. ALEJANDRO V. GARCÍA
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