El surrealismo de la infancia
Con frecuencia, enfrascados en las tareas que tenemos encomendadas en el reino de este mundo, nos olvidamos de aquellos otros mundos sin reino que todos recorrimos alguna vez cuando éramos niños y cuyas tierras se extendían más allá de las latitudes geográficas, por lo alto de los desvanes, al otro lado de la calle, en los descampados, dentro de las habitaciones, en cualquier lugar donde nos sorprendía el juego. Allí, recuerdo, había montañas empeñascadas del color de los bidones donde se guardaba el aceite, llanuras ásperas como sacos de azúcar donde cabalgaban nuestros guerreros, mares inmensos en los que se derramaba la luz líquida de los días de lluvia, grandes palacios construidos con mazorcas de maíz, mercados de laurel, azafrán y pimienta, torres esmaltadas donde se guardaba el cacao y el café mientras nuestros vigías se encaramaban en ellas para vislumbrar en el horizonte las escuadras enemigas, latas de conserva que brillaban plateadas bajo la ventana como lagos a la luz de la luna; y no era necesario escalar las cumbres más altas para encontrar la nieve porque los caminos por los que andábamos estaban copiosamente nevados de harina. En mi caso, se llegaba a este reino resbalando a través de un pasamanos de madera de roble que unía el desván con un almacén. Mi primo Fico tenía toda la colección de soldados que traían los paquetes de detergente; eran pequeños y toscos pero podían esquinarse en cualquier recodo, presentían el fragor de las batallas por el rojo calcinado de la estufa que nos calentaba en invierno, desenvainaban los sables con honor como los héroes de las películas del sábado por la tarde, y hasta hablaban igual que ellos, con la voz honda de los valles del tabaco, tensa por los peligros y largamente ensayada. Tardes de temporal o chubascos repentinos con las puertas y ventanas bien afianzadas contra el mundo exterior, y la lluvia devastando con saña los tejados del barrio, arremolinando el aire, envolviendo la casa en sonidos de catarata o de gotera o de ráfagas en el patio; tardes de apagón de luz al amparo de las velas y de historias inventadas. De ahí nos vino, supongo, el ardiente deseo de vivir otra cosa distinta que la vida, algo de una materia diferente que no tiene que ver con los días que pasan, ni con la geografía que nos es cercana, sino con otras regiones siempre más distantes, con otra edad, con otras palabras. Pues bien, tanta nostalgia viene a cuento de la exposición organizada por el IVAM que se exhibe en Alicante, en el Centro Cultural La Rambla hasta el 9 de mayo y que da a conocer por primera vez en Europa la producción de las vanguardias del periodo de entreguerras orientada a la infancia. En las paredes y los anaqueles podemos ver desde una pequeña guitarra de madera con tres cuerdas que Picasso construyó para su hija Paloma, o la maqueta de cartulina de colores que hizo Joan Miró para el ballet Jeux d"enfants, hasta un pájaro extraño de hojalata y alambre realizado por Alexander Calder. Podemos recrearnos con los animales recortables publicados por la revista Crónica dentro de la serie El arca de Noé, o con las tiras cómicas de Calleja, y recordar nuestra infancia con trenes de madera y coches de pedales como un Citroën rojo y un Bugatti azul cobalto con asientos de cuero. Podemos acercarnos a las convicciones de los vanguardistas a través de libros y álbumes en los que poetas y pintores se dirigen a los niños: Robert Desnos ilustrado por Olga Kowalewsky; Paul Eluard y Miguel Ángel Asturias, ilustrados por Jacqueline Duhême; o a través de fotomontajes con obras de Doisneau y Rodchenko. Podemos apreciar la perfección de unos camellos de madera torneada y lacada, la extrañeza de pequeñas cajas checoslovacas con forma de demonio, el colorido de los gallos y los arlequines móviles, la precisión geométrica de un rompecabezas, la sencillez de una caja de lápices, la modernidad de los pupitres escolares y de los muebles infantiles diseñados por el grupo de la Bauhaus con formas visionarias y antiacadémicas. Toda la muestra trata de aproximarse a esa voluntad que movió a los artistas en el primer tercio de siglo a trasladar a los niños el propio concepto de arte en su sentido primigenio con colores y materiales con los que se puede crear, recorrer, invertir o subvertir el Universo. En otra palabras, con los que se puede jugar. Porque jugar es una manera de inventar el mundo. Cada vez que nos descubrimos pintándole unas gafas o un bigote a la fotografía de un líder político en el periódico, o poniéndole alas a un elefante, o dibujando a bolígrafo una figura geométrica en la esquina de un folio, cuando esbozamos, al final de una carta, casi sin pensarlo, el bosquejo de un barco, o de una bicicleta, o de una isla, cada vez que realizamos algunos de estos gestos inconscientes, estamos en realidad rebelándonos contra nuestra condición de adultos de la única manera que podemos hacerlo que es dando rienda suelta a los restos del surrealismo que todavía nos queda de la infancia. Y cuando digo infancia, no estoy pensando en esa idea edulcorada y falsa, políticamente correcta, propagada por la industria Disney, sino en otra visión del mundo de los niños, la que tenían artistas como Lewis Carroll, Antoine de Saint-Exupèry, Robert Desnos, el inventor León Paul Fargue, los dadaístas y todos los que entendieron que la infancia es tanto la estación de la maldad como la edad de la inocencia y que además no podría ser de otro modo ya que como bien concluye el escritor angoleño José Eduardo Agualusa por boca de uno de sus personajes: "Es necesaria una cierta inocencia para que la maldad se manifieste en sus formas más exuberantes". Pero del mismo modo es necesario entender también que sin esa visión subvertida y desordenada que teníamos de niños, irreverente, desbordante, bromista y seguramente desalmada, jamás podríamos acceder a los mundos sin reino donde habita el genio, o habitó alguna vez. Allí hay príncipes que sueñan con corderos, niñas que varían inexplicablemente de tamaño, conejos con levita que siempre tienen prisa, tipos raros que inventan máquinas increíbles, poetas capaces de pasarse horas hablando en dodecasílabos alejandrinos y grandísimos humoristas como eran todos aquellos artífices del surrealismo que se reunían por los años veinte en un café de Montparnasse llamado La Coupole. Rescatemos, pues, a los niños de su cielo de escaparate, y subamos con ellos al desván. Tal vez la infancia sea un hermoso delito que aún estamos a tiempo de cometer.
Susana Fortes es escritora.
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