El cura Muñiz
JUVENAL SOTO Este cura es la hostia. Y mira que me dan grima a mí los curas, todos los curas, menos él. Por eso cuando le vi fotografiado, en la edición del pasado martes de este periódico, como que se me subió el corazón a un cáliz, al copón de la amistad y al de la envidia y al del cariño y al de la admiración que desde hace tantos años siento por este escritor que, además y para terminar de joderla, es cura, jesuita por más señas. Ni quiero saber cuántos años padecí yo bajo el poder de los jesuitas de El Palo, aquí en Málaga. Ni quiero acordarme de aquel colegio. Pero me acuerdo de Carlos Muñiz, de cómo conocí -en otro colegio, el mayor Nuestra Señora de la Victoria, de Granada- a este cura que, además y para terminar de joderla, es escritor. No lo cuento porque, desde ese suceso, le temo más a él que al diablo, por mucho que este cura pertenezca al bando contrario. Y me consta. El caso es que miro su foto del periódico y sé que ha pactado con Dios y con el fotógrafo: su alma, a cambio de la madurez eterna. Desde ella, y con la misma pinta de pollito novillero que lució siempre, continúa escribiendo relatos vandaluces y repartiendo caña entre el público pelón. "Galileo era un chuleta...", "¡Pero, hombre de Dios, si la mayoría de los intelectuales han leído La Biblia, El capital y a Platón en folletos explicativos...!". Y todo eso ahora, que por la foto de siempre lo noto más tranquilo. Imagínenselo hace quince años, desde esa misma foto y cabreado. Lo de la OTAN y Yugoslavia se queda en San Francisco de Asís zampándose una perola de pajarillos fritos. Con ese talante de dinamitero de la FAI, el cura Muñiz acometió, allá por 1972, desde la revista Litoral, un guisote nacionalista-literario que quiso bautizar con el nombre de narraluces (nueva narrativa andaluza, a imagen y semejanza de la que sí era la nueva narrativa hispanoamericana) en el que colaboré encantado con unas páginas que fueron mi primer cuento impreso, ¿Pa qué? Cuando leí la Carta, en vez de cuento con la que Caballero Bonald se zafaba del potingue del cura y escritor y viceversa, decidí continuar en la poesía, que, aunque tampoco sea lo mío, aún no soportaba la urticaria nacionalista. Después llegó lo bueno: tardes en el Ateneo de la Plaza del Obispo, con Carlos Muñiz y Rafael Pérez Estrada demostrándome que el mundo ni es ancho ni es ajeno, porque es en exclusiva de ambos. Del primero, por cura y por escritor; del segundo, por escritor y por falso cardenal de la verdadera herejía; de ambos, porque ninguno de los dos cabía junto al otro pero se amaban como al prójimo, que era, también, cada uno de ellos por su lado. Tras quince años de ausencia, me llega esta foto del cura Muñiz y la noticia de un libro suyo, Delirio póstumo de un papa. Cuando, al filo de la eternidad, este cura que escribe como Dios ascienda al reino de sus cielos, quien quiera que mande allí arriba tendrá un jefe de la oposición, y habrá perdido las elecciones para siempre.
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