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EL PERFIL

FRANCISCO JIMÉNEZ CARMONA [HH] El misterio de un tipo honrado

U n par de encuentros pueden subvertir la dignidad de un hombre y emborronar para siempre su biografía. Dos conversaciones, de hecho, enturbiaron la honradez del ex concejal del Partido Popular responsable de Medio Ambiente de Granada y consejero delegado de la empresa municipal de cementerios Francisco Jiménez Carmona. La más próxima ocurrió al anochecer del 10 de enero de 1997 en una cafetería decorada con reflejos dorados y una ampulosa crestería de escayola. El hombre más alto, con gafas y una calvicie notable, pide una tónica; el otro, robusto, con el pelo brillante, cortado a navaja, reclama "un cafelillo". El primero es el concejal destinado a supervisar los asuntos fúnebres; el segundo, responde al nombre de Juan Carlos Martínez y es el propietario de la empresa de seguridad que aspira a continuar vigilando el cementerio de Granada. Ambos individuos hablan mediante elipsis y sobreentendidos como si recelaran entre sí. El hombre más robusto graba la conversación en un magnetófono oculto. Días más tarde presentará la cinta ante el juez para demostrar que el concejal le exigió 5 millones de pesetas a cambio de renovar la concesión administrativa. El segundo encuentro había ocurrido unos meses atrás, el 31 de octubre de 1996, en el pub Fondo Reservado. El hombre de pelo escaso que pidió la tónica llegó ese día acompañado de una mujer rubia. Era la una de la noche. José Carlos Sáez, el dueño del establecimiento, salió a la plaza, lo saludó someramente y le entregó un sobre con 250.000 pesetas. Apenas platicaron; el bulto de los billetes era suficientemente ecuánime. Sáez al menos esperaba que la contribución solucionara de una vez por todas las trabas administrativas y el hombre calvo le permitiera abrir el establecimiento. Quizá hubo otras conversaciones y encuentros igual de secretos, pero bastaron estos dos para arruinar la carrera política del concejal Jiménez Carmona. A partir de mañana un jurado popular tendrá que juzgar la conducta, con arreglo al Código Penal, de un hombre que ocultaba bajo una cordialidad chabacana una personalidad misteriosa, tanta que ni sus ex compañeros de partido son capaces hoy de perfilar su vida. Jiménez Carmona se enfrenta a una petición de condena de entre seis meses y seis años, por los delitos de cohecho y maquinación para alterar el precio de las cosas solicitadas, respectivamente, por las acusaciones particulares ejercidas por el PSOE y el propietario de la empresa de seguridad. El fiscal apuesta por la absolución. Tercer hijo de un acomodado vendedor de automóviles de ocasión, Francisco Jiménez Carmona trató primero de estudiar Ingeniería en Sevilla pero pronto se arrepintió, regresó a su casa y eligió Farmacia. El negocio del padre, basado en el trato personal, quizá guió sus expectativas mercantiles, al margen del puesto de profesor universitario al que aspiraba y logró. A finales de la década de los sesenta, Jiménez Carmona montó su primer negocio: reunía con usura los apuntes de las asignaturas y los vendía a buen precio entre sus compañeros. Era ahorrativo, muy ahorrativo, y poco dado a los excesos. En su tiempo libre, sin embargo, se permitía disfrutar de un riesgo menor: volar. Sus hermanos mayores lo introdujeron en el aeroclub y allí conoció a Gabriel Díaz Berbel, socio y propietario, con otros amigos, de una avioneta. Díaz Berbel era ya un viejo político. Entre vuelo y vuelo lo convenció para que ingresara, allá en 1984, en Alianza Popular. El padrinazgo fue fructífero pues, sin mayor experiencia y sin ocupar cargos internos en el partido, Jiménez Carmona figuró pronto en una terna de aspirantes a un escaño en el Senado junto a José Torres Hurtado y Pedro Montañés. No salió elegido y lo único memorable fue una fortísima discusión con el actual delegado del Gobierno en Andalucía porque consideraba que le había engañado con los votos. En 1995, cuando se presentía el triunfo del Partido Popular en Granada, logró tras unas denonadas negociaciones, y con el único apoyo de Días Berbel, ocupar el noveno puesto. Se acababa de divorciar y aquello suponía un aprendizaje nuevo. Fue designado delegado de Medio Ambiente y desplegó una insólita facundia para un tipo como él, con fama de hosco y solitario. Los primeros meses los dedicó a planificar la lucha contra el ruido de las motocicletas lo que, en honor a la verdad, no era un rasgo de brillantez política. Hasta que ocurrió el primer encuentro, de los dos que perturbaron su moral de hombre gris. Ahora, mientras aguarda el veredicto, administra varios pisos de su propiedad en la calle Cárcel Baja. ALEJANDRO V. GARCÍA

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