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El desafío europeo

En los primeros sesenta hubo un libro de amplia difusión y resonancia. Escrito por J. J. Servan-Schreiber, director de L"Express venía a decir que sólo los Estados Unidos, en El desafío americano, podrían superar con ventaja y tal vez facilidad los inconvenientes que las sociedades europeas, caducas y poscoloniales a la sazón, acarreaban. El espejo era América, la de Estados Unidos, claro está, y el telón de fondo la nueva frontera kennediana, el nuevo capitalismo de Galbraith. Cierto que el continente, el nuestro, por la época andaba más bien andrajoso, orlado de dictaduras residuales, imbéciles y crueles, en Portugal, en España o en Grecia. Y rodeado por las muy poco populares repúblicas del Este, erizado de misiles de corto, medio, largo o inmediato alcance. O que la oleada conservadora, nacionalista de estado, anidaba junto a la corrupción en la Francia golista, en las tinieblas de la Italia andreotiana. Y que la izquierda todavía defendía Argelia francesa o los retazos de los viejos imperios coloniales. La sacudida del 68, posterior al desafío americano, el cenagal de crueldad vietnamita en que naufragaron los Estados Unidos hizo que se desprendieran algunas costras, y nada volvió a ser igual, incluida la política hacia el Este, o la convicción de la innecesariedad de las dictaduras -las buenas, llamadas regímenes autoritarios paternalistas, y zarandajas por el estilo; y las malas, las demás de origen comunista, claro está-. Y la convicción de que, ahora sí, era posible avanzar en el sentido de la construcción de una Europa unida, mercado único como destino final para unos, los mercaderes de toda laya, y paso previo a la edificación de la ciudadanía europea para otros, que tildados de visionarios o de ingenuos, entendieron que era el objetivo a partir del cual algunos retrocesos ya no serían posibles, entre ellos los de la libertad, los de las instituciones democráticas. Este es el desafío europeo, a punto de doblar el cabo del siglo de las destrucciones y de las inquinas. Por eso, cuando ya el mercado es único, aunque lo hubiera sido de todos modos en razón de una globalidad que avanza a pasos agigantados, y cuando el signo de nuestra economía es único, el euro, dando respuesta a una exigencia de la racionalidad, se impone un nuevo tramo de objetivos, el de la Europa social y de la cohesión, el de la Europa de la integración multicultural, el de la ciudadanía efectiva de todos los europeos, de origen o de adopción. Porque carecería de sentido tanto esfuerzo, y tantos sacrificios cualquiera que sea la medida que se emplee para juzgar estos últimos treinta años, si nos redujéramos, y es mucho, a la consecución de un espacio económico viable, competitivo con los otros dos grandes polos de la dinámica económica mundial, los Estados Unidos y el Japón. La exigencia de una Europa de los ciudadanos crece en las conciencias de los europeos, sensibles de modo creciente a los temas medioambientales, de la diversidad cultural o étnica, y conscientes de que el bienestar, para ser continuo y seguro, requiere de nuevos esfuerzos que eviten las fronteras que tantas tragedias produjeron en el pasado. En suma, que es posible construir una Europa de los pueblos y de las ciudades bajo el signo de la cohesión, la solidaridad y la libertad. Acaso, de reescribir el libro, más de tres décadas después, el avezado periodista francés, miraría al espejo europeo para ejemplo de nuestros vecinos del otro lado del océano.

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