Expo 92, adiós definitivo
A. R. ALMODÓVAR El domingo pasado, casi en secreto, fue el verdadero último día de Expo 92. Por última vez se formaron aquellas colas interminables ante el que fuera uno de sus grandes pabellones, el de la Navegación, de Vázquez Consuegra y Daniel Freixes. Por última vez vivimos, traspasados de nostalgia, la espera ilusionada de niños expectantes y abuelos aniñados, jóvenes de toda condición, nativos y extranjeros con los ojos llenos de la luz invernal de Sevilla. Todos allí libremente agregados, como en un extraño duelo, dispuestos a recibir la magia postrera del océano, la oscuridad tenebrosa de cuando el mundo se creía devorado en sus límites por una bestia inmensa. Luego, la evidencia de su redondez, más bien pequeña, quería consolarnos. Y enseguida el ajetreo de la seda y de la guerra, los galeones, acorazados del XVI-XVII, protegiendo tan delicadas mercaderías, especias y marfiles, agigantando las noticias de los siete mares abrazados. Y por última vez visitamos las bodegas a escala, con sus fardos de mentirijilla, sus pilas de arcabuces, sus bocoyes repletos de fantasía. Hasta que un chapoteo exterior pareció ensañarse con las robustas cuadernas, y un gorgoteo de sentinas se llevó las sombras de aquel tiempo. Éramos los últimos visitantes, y lo sabíamos. Quizás lo que faltaba para completar los 42 millones. Y de reojo nos dirigimos este mismo pensamiento: mereció la pena, coño, digan lo que digan, mereció la pena. Alguna lágrima furtiva, muy adentro, se irá convirtiendo en ámbar y allá saldrá a la luz de la verdad cuando no queden más detractores oficiales de Expo 92, ya sean políticos, ideólogos del pesimismo o simples provincianos; ni tampoco agoreros, ni aprovechados. Sólo la radiante luz de aquella utopía un instante realizada, ahora que, por fin, empieza la leyenda. A la salida, la tersa lámina del río, entre dos luces, acogía a unos piragüistas desplazándose por sus aguas con la suavidad de un sueño crepuscular. Pero el arco y la lira que forman esbeltísimos los dos puentes, el de la Barqueta y el de El Alamillo, cuando se superponen en el horizonte de la tarde, aún no han encontrado la mano de nieve que sepa arrancarles las notas de aquella sinfonía global. Allí seguirán durmiendo todavía. Dentro de dos años, cuando se inauguren los nuevos prodigios del Puerto Triana, que ojalá puedan competir con el polvo de oro de los recuerdos Expo, volveremos. Para entonces ya hará los diez de Aquello. Y tal vez el ruido y la furia que hubo que soportar se hayan aplacado y pueda escucharse la sinfonía de un tiempo indescriptible, que dejó irremediablemente heridos a quienes lo sufrimos, contra el viento y la marea de otros océanos mucho más tenebrosos: los de la mentira y la ingratitud. Para entonces, digo, algún alcalde más en su sitio encontrará la manera de hacerles honor y justicia a los Felipe González, Jacinto Pellón, Manuel Olivencia. Qué menos. Curiosamente, sólo quedará en pie, con sus primitivos valores expositivos, el delicioso parque de miniaturas Andalucía de los niños, de nuestro llorado Ignacio Aguilar, quien desde el otro lado del mayor océano de la vida estará riéndose de quienes quisieron, torpemente, destruirlo. Gracias a ti también, hermano.
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