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Derecho a la solidaridad

Cincuenta años han transcurrido desde que, con dificultades y limitaciones, se alumbró la Declaración de los Derechos Humanos. No era la primera, pues hubo que aguardar algo más de siglo y medio desde el Acta de Independencia de los Estados Unidos o el inicio de la Revolución Francesa, y múltiples atrocidades para que hiciéramos de nuevo balance, y tratáramos de establecer unas reglas comunes mínimas para el ejercicio de las libertades. Un reguero de muerte, de crueldad y de ignominia acompañaron las proclamaciones del siglo XVIII, resumen y compendio de la larga marcha de la humanidad por su emancipación y plenitud. Y una senda de violencia y desprecio por la razón ha sido recorrida por la última, hasta ahora de las declaraciones solemnes, la de 1948 que ahora celebramos. Sin menoscabo alguno, sin desdoro para sus enunciados. Sin ellos andarían sueltos de conciencia y de obra, todos los sanguinarios dictadores o aprendices de serlo que en estos cincuenta años han orlado de modo siniestro la historia. La condena moral ya la tuvieron, o la tienen; la esperanza de que se les una la condena penal, la purga de la culpa sin propósito alguno de enmienda, también. Lo que es novedad para Mladic, o para Pinochet; y desde ultratumba para todos ellos. Y también para el esbirro pequeño, agazapado en la impunidad de su mezquindad cruel. Aquellos derechos básicos, irrenunciables e imprescriptibles han de ser traducidos a nuestras sociedades actuales, ampliados por una parte, y ejercidos en todo lugar y situación por otra. Como quien dice aquí mismo, en la marginación, en la exclusión, en las minorías que la buena conciencia orilla reduciendo su acción al paso de un huracán o a las consecuencias desastrosas de una guerra. Al día siguiente caen en el olvido de la tragedia inmediata. El derecho a la solidaridad es un nuevo derecho humano, susceptible de ser incorporado al cuerpo de derecho positivo, y desde luego un deber para quienes pueden ejercer la solidaridad. Más allá de los 0,7 con el dinero y el esfuerzo de los demás, y más allá también de la solidaridad imprescindible con la catástrofe o el horror. Hay un horror discreto a nuestro lado mismo. El horror cotidiano de los sin trabajo, de los que no pueden tenerlo en razón de su lugar de residencia, del color de su piel o el sabor de sus costumbres, de la violencia en razón del género o del nacimiento en otro mundo. Estas gentes que somos todos necesitamos la solidaridad más allá de los festejos mediáticos, basada no en el turismo sin fronteras, en las emociones fuertes y las vivencias espectaculares que tanto tranquilizan desde los medios de comunicación, sino desde el ejercicio cotidiano hacia los más próximos de todos los desheredados, los que siguen ignorando el derecho a la libre expresión de las ideas, el derecho a la reunión pacífica, a la propiedad o al bienestar. Porque no tienen oportunidad ni de conocerlos, aunque sí aspiren a ellos. Porque, aquí al lado mismo, gitanos, marroquíes, mujeres o niños, siguen bajo la violencia y sin el más elemental derecho a la vida digna, a la comida y al trabajo. Resulta cuando menos cruel comparar las emociones que suscita la desgracia lejana, por la ventana mediática, y comprobar la indiferencia cuando no la saña con que se ignora la vecindad de la desesperación. El derecho a la solidaridad, como el derecho a la salud, como tantos otros completan las declaraciones que hicieron, han hecho posible, que hoy los proclamemos como nuevos. Pues no conviene olvidar que la libertad es la base para el ejercicio de todos ellos, y que sin la aspiración a la igualdad la humanidad sería horda a la que algunos quisieron, sin éxito reducir; y que la fraternidad se inscribe entre los pensamientos más nobles del género. Precisamente esta última es la que tiene su traducción en el derecho a la solidaridad, en el deber de ser solidarios.

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