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El héroe descalzo sobre el vidrio

El acta de su nacimiento está registrada en una orografía perfumada de hierbabuena y romero, y en unos pliegos de historia con destellos de brasas y ofrendas libertarias. Cuando llegó la niña Isabel-Clara Simó Monllor, en el almanaque alumbraba el cuatro de abril de 1943: una primavera escombrada de ausencias, de constelaciones sanguinas y de romances radiados de Alfonso XII, dónde vas triste de ti; y Alcoy era un inventario desvaído de manufacturas: los molinos de papel, el torno para hilar la lana, el cubilote de la fundición, los telares y el pan de la casa. Qué lactancia de memorias y de identidades destripadas para aquella infanta. Instruida por el magisterio severo y afectivo del padre, como tantas otras colegialas de su ciudad, se creció en un paisaje mineral y en los signos más elementales de la creación. Y un día, atravesó los puertos de montaña y se le reveló el mar: la ola espumosa batida en el acantilado y un precipicio de agua y paganismo, junto al chiringuito de mejillones al vapor, frascas de vino, bañistas y guardias civiles. Su padre la llevó a lo más alto de la Carrasqueta y desde allí arriba le mostró el mundo: "No teníem vacances a l"estiu, però ell ens portava, amb taxi, un diumenge d"agost a fer la volta a La Marina. És un record fascinant". Isabel-Clara Simó después de dimitir de sus responsabilidades en la Institució de les Lletres Catalanes, en mayo pasado, ha escrito una nueva novela con el título aún provisional de El gust amarg de la cervesa, y anda ahora a ras del crimen, elaborando la sustancia de una peripecia policíaca. Se han cumplido ya veinte años desde que redactara su primera obra de ficción: Julia. Después, inevitablemente, le llegarían los reconocimientos y los premios: el Víctor Catalá, el de la Crítica del País Valencià, el Sant Jordi. Isabel-Clara Simó empezó a escribir, dice, "en plena maduresa". Tenía treinta y cinco años, una memoria lacada y una imaginación fulgurante. Ahí quedan, entre otras, Els ulls de Clídice, Històries perverses, La Salvatge y la más reciente El professor de música, con el listón siempre una cabeza por arriba, y un texto de homenaje a la excepcionalidad del arte: la escritora reflexiona cómo el arte puede salvar al hombre, "el arte es siempre revolucionario por definición", y concluye en sus declaraciones al periodista Jordi Capdevila: "La literatura catalana té molt bona salut". Sus obras han sido traducidas al inglés, al alemán, al italiano y al castellano. Y precisamente ahora espera las reacciones del público español sobre su volumen de cuentos Dones, Mujeres, editado por Alfaguara. En 1971, Isabel-Clara Simó ya se encontraba en Barcelona, donde dirigió aquella hermosa aventura periodística que se llamó Canigó; el doctorado en Filología Románica; las clases en la Universidad Pompeu Fabra; la dirección del Libro de la Generalitat Catalana; las polémicas; la dimisión; y, por fin, todo el tiempo para la creación literaria, el sabor amargo de la cerveza, el detective, el psicópata, la ternura, la humanidad chapada de experiencias, el taxi de la infancia que la paseó por las playas de La Marina, la fragancia y las gentes de Alcoy, los telares caseros con que las familias modestas se apañaban un sobresueldo en los ásperos años de la posguerra, aquellos telares que cantó su paisano y amigo Ovidi Montllor. Y su padre. Su padre era un hombre sabio y magnífico. Una noche, cuando la niña Isabel-Clara Simó tenía seis o siete años, derribó sin percatarse el vaso de agua que había sobre la mesita de su dormitorio. El padre se sobresaltó con el estrépito, brincó de la cama, corrió junto a su hija y la abrazó, hasta cerciorarse de que se encontraba bien. En su urgencia, anduvo descalzo sobre un territorio de cristales rotos. Y desde aquel entonces, la escritora ha imaginado a los héroes como unas criaturas capaces de caminar sobre el vidrio con los pies desnudos. Sófocles a un lado; al otro, Freud; y en el centro de la esmerilada evocación, su padre. Isabel-Clara Simó sabe que cualquier día, por cualquier página de cualquier libro se introducirá un héroe sin medallero ni montura, sin sable ni gestas: tan sólo con los zapatos en la mano, para no molestar al vecino, pero nadie, nadie podrá derrotarlo.

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