Vodka, piña y unas gotas de Ribeiro
Conocido el cuadro de octavos de final de la Copa de la UEFA, merece la pena recordar las primeras impresiones que los corresponsales enviaron algunas semanas atrás, cuando daban noticia del anterior sorteo.-¿Con quién le ha tocado al Celta?
-Con el Aston Villa.
-Peor para el Celta.
Los agoreros tenían toda la razón: la suerte estaba desigualmente repartida en los cruces del torneo. En particular, uno de los damnificados era el Celta de Vigo, un viejo club español del que los críticos internacionales guardaban un vago recuerdo, siempre asociado a faros, maletas y mariscadores.
Al Norte, el Aston Villa estaba pasando por la Premier League como una apisonadora, y nadie podía prosperar sin fundamento en un campeonato tan difícil como el inglés. Después de algunos años de crisis, el fútbol británico empezaba a librarse de aquella lamentable propensión a la síntesis que había convertido un deporte de caballeros en un juego de caballos. Ahora, con la renovación del gremio de entrenadores y la contratación de muchas de las grandes lumbreras, incorporaba las innovaciones tácticas, premiaba la habilidad sin subestimar la fortaleza, y alcanzaba de nuevo la vanguardia europea, armado de su genuina defensa en línea. Por el momento, el Aston Villa se convertía en la cabeza visible de tan inesperada revolución.
¿Y el Celta? Visto desde el exterior era una especie de salvoconducto familiar que ciertos emigrantes nostálgicos llevaban cosido a la solapa.
Pero, visto desde cerca, muestra la apariencia y la textura de un monolito de hormigón. Sin duda ha tocado con una habilidad muy gallega, ni poco ni mucho, los resortes de la ley Bosman, y ahora, en sucesivas aproximaciones, bien dirigido por el competente Víctor Fernández, juega sin despeinarse y ha conseguido un ajuste casi microscópico de todas sus piezas. Tiene en Revivo a su talento oficial, en Gudelj a su bala en la recámara y en Juan Sánchez a su goleador enmascarado, pero si hablamos de valores absolutos hemos de citar inexcusablemente a Iomar do Nascimento, Mazinho y Alesánder Mostovoi.
Mazinho comparte con Pelé apellido y origen. Se hizo futbolista en una de esas escuelas para pumas en las que los niños aprenden a interpretar los secretos del deporte con tal naturalidad que nos hacen pensar en el gato que caza por instinto. Todo su repertorio confirma que en el buen fútbol coinciden lo simple y lo razonable. Sensato como un viejo cacique, firme, pero no altivo, se eleva sobre el círculo verde y reparte equitativamente el balón entre los chicos de la tribu. Para recibir la dosis justa de juego, sólo hay que cumplir una condición: la de ocupar el espacio libre.
Mostovoi, en cambio, tiene una procedencia equívoca. Cuando está inspirado parece un jugador neotropical, pero de pronto averiguamos, estupefactos, que nació en San Petersburgo. Si pudiéramos explorar su árbol genealógico, con absoluta certeza, se nos revelaría el misterio. Descubriríamos que alguno de sus tatarabuelos era berrendo en tigre siberiano.
Anteayer supimos que Mazinho, Mostovoi y demás familia jugarán en octavos contra el glorioso Liverpool.
Peor para el Liverpool.
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