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La tercera vía: ¿hay alguien ahí?

Parece ser que, una vez más, con la inexorable regularidad de los achaques estacionales, la izquierda busca su identidad. Blair se reúne con Prodi y Clinton para presentar un proyecto que, desde el rótulo, señala propósito y destino: "tercera vía". La socialdemocracia, a pesar del razonable escepticismo que otorga el mucho trato con las ideas y el poder, tampoco se resistió a la adjetivación vulgar al rebautizar su aguado proyecto como Die Neue Mitte, el Nuevo Centro. Por su parte, sarmentoso de una historia propicia para la imaginería y el léxico revolucionarios, Jospin lamenta la desaparición de los debates teóricos e invita a ponerse a pensar sobre "qué significa hoy ser socialista, ser izquierdista, qué es lo que fundamenta nuestro punto de vista", mientras los intelectuales socialistas reclaman una "ideología del reformismo" -para utilizar la expresión de Jacques Moureau en Liberation- que haga frente a esa llamativa "izquierda de la izquierda" en la que se unen la Liga Comunista Revolucionaria y, en tareas de teórico (¡Dios mío, cómo andan los tiempos!), el sociólogo Pierre Bourdieu, convertido en el más reciente heredero de Zola y Sartre (definitivamente: ¡Dios mío!). Hay que recibir con el mejor entendimiento tales preocupaciones que parecen corregir la tendencia de bastantes años en los que la izquierda andaba como vaca sin cencerro, en puro trastabillar de convicciones, intentando acomodarse a una sintonía prestada compuesta con cuatro ideas mal hilvanadas sobre la modernidad, la eficacia y poco más, ideas a las que la repetición fatigosa, como un conjunto, proporcionaba una suerte de solvencia, de evidencia más allá de discrepancia, con la que ocultan su falta de fuste. También hay razones, en principio, para felicitarse del momento elegido, que parece refutar una especie de inflexible ley ségún la cual la disposición a hablar de ideas y valores es directamente proporcional a la lejanía del poder, ley de la que se seguía aquella regla, que algunos aprendimos en boca(dillo) de Mafalda, por lo que, una vez se llega al poder, lo urgente nunca deja ocasión para ocuparse de lo importante. Las dificultades aparecen cuando se trata de fijar la naturaleza del empeño. La afirmación de que la cosa va de determinar la "identidad", antes que aclarar enturbia o, peor, inquieta. La identidad, los puntos de referencia, no es lo que se busca, sino desde dónde se busca. La identidad proporciona los criterios para decidir y orientarse. Tener claro qué es lo que uno es y qué le importa es condición necesaria para pensar los proyectos. Si no se conocen los valores desde los que se aquilata el presente, malamente se podrá saber qué se rechaza y qué se aprecia y, con más razón aún, hacia dónde se quiere transitar por esa "tercera vía". Los proyectos políticos no consisten en acomodar el paso al curso de la historia, a lo que simplemente acontece, sino en imprimir dirección y sentido a las acciones, saber dónde se quiere ir, aun si es para reconocer la derrota cabalmente, cuando las cosas no van por donde se quiere que vayan.

Cuando la tercera vía afirma recoger "los valores de centro y de centro-izquierda", se entrega a una metáfora que no tiene otro objetivo que recalar en la bendecida conclusión según la cual lo correcto es la equidistancia entre los extremos. Por definición, esa es una identidad móvil y prestada, dependiente de las elecciones de los demás, quienes, al elegir qué son, deciden qué somos nosotros, a saber, lo que queda enmedio. El resultado es conocido: a fuerza de centrarse, antes entre la extrema izquierda y el centro, ahora entre el centro y la anterior izquierda ya previamente centrada, se acaba por converger en lo que siempre ha sido el centro: derecha, encargada de ir gestionando el cada día sin norte ni proyecto, desde la aceptación, explícita o no, de la justicia de los modos de vida existentes.

Nada hay en el relleno programático que invite a rectificar el juicio. Las declaraciones programáticas de la tercera vía no abusan de la precisión ni evitan la ortopedia. Cabe todo y lo contrario de todo. Se ha querido apropiar de todas las metáforas y en el camino se ha acabado apropiando de todas las ideas, hasta de aquellas cuyo combate es su negocio. Sucede que en el léxico político hay palabras cuyo exacto sentido hay que defender, para no dejar que se maleen y vicien, y, con ellas, las ideas a que se refieren, como suce con "democracia" o "libertad", y otras a las que no hay modo de inyectarles aliento radical, que son esencialmente reaccionarias, como "identidad nacional", por mentar al diablo, y que deben ser objeto de crítica sin tregua. Porque, de vez en cuando, hay que saber decir que no. La identidad se revela más en lo que se rechaza, en las biografías que se orillan, que en lo que se escoge, que no siempre es lo que se quiere, sino, sencillamente, lo que se quiere entre lo que está a mano. Las ideas ayudan a ordenar prioridades y a escoger en las encrucijadas, donde la identidad, por así decir, se ejerce.

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Por supuesto, cabría dar una interpretación desconfiada y pensar que la tercera vía no es más que un modo de enlucir unas naderías que, en el mejor de los casos, vienen a ser una cristalización de aquel comportamiento que más de una vez se ha señalado como propio del American way of life: "no saben dónde van, pero están empeñados en batir un récord por llegar", y, en el peor, un modo de atraer a unas cuantas celebridades cortesanas de pluma solícita y bisagra bien dispuesta. Eso viene a ser la nada caritativa mirada de Frank Furedi desde las acogedoras páginas del Wall Street Journal, quien no se descuida de glosar al supuesto ideólogo de la operación, el sociólogo británico Anthony Giddens, cuando afirma que "para el nuevo laborismo la teoría va la zaga de la práctica". Aunque, con un talante menos malicioso, quizá haya que entender esas palabras como un simple trasunto de la trivialidad campanuda de Blair según la cual "vamos aprendiendo a medida que avanzamos", trivialidad que no mejora cuando se aclara: "con ello se está poniendo en práctica la tercera vía".

Pero no, no hay que buscar la explicación de esas ganas de hacer virtud de la sinsustancia ni en la flojera mental ni en la mala fe sino en unas reglas de juego, la democracia competitiva, que alienta la elaboración de programas en los que, para no ahuyentar a ningún votante, se incluye todo, se promete todo a todo el mundo y que, al cabar, resultan apenas discernibles en su necesitada ambigüedad. En esas condiciones, la izquierda siempre parece inevitablemente enfrentada a escoger entre eficacia y convicciones, entre negociar su identidad para acceder al poder o mantener un proyecto claro y distinto, pero al precio de nunca poder realizarlo.

Escapar a ese antiguo dilema no es tarea simple. Existen algunas ideas en circulación que buscan conjurar la ineficacia sin acabar en aguachirle. Para ello apuntan a la necesidad de alentar iniciativas austeras pero radicales, como lo fueron en su día los derechos políticos, capaces de introducir modificaciones irreversibles en los escenarios cívicos y que desencadenan cataratas de cambios. Frente a los programas-inventarios que rozan a todos sin tocar a nadie, que acaban por molestar a muchos sin interesar a nadie, las propuestas claras, escasas y distintas polarizan el electorado y a los partidos en torno suyo y, de ese modo, en su suerte de referéndum, mitigan la ineficacia. La capacidad para enfilar caminos sin retornos asegura que el proyecto tiene propósito. Cierto es que, hasta el presente, esas iniciativas no han salido de la academia, pero, por lo menos, tienen claro que se trata de llegar a alguna parte que tiene que ver con lo que realmente importa. Porque la tercera vía quieren ir a alguna parte ¿o no?

Félix Ovejero Lucas es profesor titular de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.

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