Seba, el gitano, ha regresado
Aquel veloz delantero del Zaragoza con problemas nutritivos golea en Portugal
Seba llegó a estar convencido de ser un triunfador. Venía de una familia humilde, de pasar hambre, de perder sueño... Pero cumplió los 18 años y saboreó la gloria. Y lo consiguió, en una sociedad especialmente difícil para los de su etnia, siendo gitano. Llegó a creerse un héroe. El debú con el Zaragoza, los goles a barullo, las portadas de los periódicos, el chico de moda... Tan seguro estaba de la longevidad de su glamour que dio largas al club maño para una renovación que finalmente nunca se produjo. El cielo le duró poco: volvió al suelo a los cinco meses con los ligamentos de su tobillo derecho destrozados. Ocho años después de aquel sueño pasajero -ocho temporadas de dura travesía con aventura incluida en el fútbol inglés-, Jesús Seba Hernández vuelve a asomar la cabeza. Tiene 24 años, juega en el Chaves, de la Primera División portuguesa, y está, con cuatro tantos en seis partidos, a un solo gol del máximo realizador de su Liga. Seba ha regresado. "Sigo soñando con retirar a mi padre [un oficial de primera de albañil que hace ocho años -ahora tiene 47-, creyó de veras que no iba a pisar más un andamio], mantengo la esperanza de triunfar, pero ya no me va a pasar lo mismo. Me costará quitar los pies del suelo". Lo dice un Seba maduro, que aprendió la lección del fútbol y la vida a fuerza de pasarlo mal.No le dio tiempo a conocer el dinero -su lesión surgió antes de firmar un contrato profesional, cuando sus ingresos se reducían a 100.000 pesetas mensuales-. Pero sí la fama y sus privilegios: que le invitaran en los restaurantes, no soportar colas para nada, el cariño de la gente, sentirse importante. Fue durante cinco meses el ídolo de una afición, el personaje de un barrio, el orgullo de una etnia, el héroe de una familia... Si algo tortura todavía hoy a Seba, el mayor de seis hermanos, es haber roto la ilusión con la que los más pequeños disfrutaron aquellos días de gloria: el entusiasmo con el que coleccionaban sus recortes de prensa y grababan sus apariciones televisivas; la cara con la que acudían al colegio.
Lo cierto es que cuando Víctor Fernández le hizo debutar en Atocha aquel 25 de octubre de 1992, cuando tres días después celebró su estreno en la UEFA con dos goles, cuando se le abrieron las puertas de la selección sub 21. Era rápido, peleón, dañino en el remate. Y su físico (1,67 de altura y 74 kilos ), no resultaba un problema. Sí lo fue la lesión que semanas después se lo llevó por delante. En El Sadar, ante Osasuna, el 14 de marzo de 1993: "Fue una jugada tonta. Persigo el balón, el pie de apoyo se queda clavado y me rompo los ligamentos del tobillo derecho".
Todo lo demás es la película de una caída. Se recupera a duras penas para el último partido del curso, la final de Copa ante el Madrid, y juega unos minutos. La campaña siguiente, el Zaragoza refuerza su delantera con Esnáider y devuelve a Seba al filial, a los campos de tierra y todas esas cosas. Los médicos le descubren anomalías -un alarmante bajo nivel de glóbulos rojos, cuyo aporte de oxígeno y nutrientes es escaso (tal vez consecuencia de su origen humilde), y bloqueos musculares-. Y para colmo, debe cumplir el servicio militar. Pero el gol le respeta: el equipo asciende y Seba queda máximo goleador.
En la 1994-95, sin sitio en la delantera del Zaragoza, el representante que no tenía cuando saltó a la fama -y bien que se arrepiente ahora- le consigue una cesión en el Vilarreal con una ficha anual de cinco millones. Son entonces unas dolencias de pubis de las que tiene que operarse las que le obligan a dar por perdida la temporada.
Vuelve a Zaragoza, a su casa de Miralbueno, un modesto barrio de las afueras, y negocia su renovación. Sólo le ofrecen jugar en el filial, no acepta y la casualidad le envía a Inglaterra. El director en España de la firma inglesa JJB sport le conocía -hasta que fichó por el Zaragoza, Seba trabajaba de seis de la madrugada a dos de la tarde en una fábrica de material deportivo- y le ofrece jugar por diez millones de pesetas al año en el equipo que acababa de comprar su jefe, el Wigan Athletic, de la Tercera División inglesa. Se va con otros dos chicos del filial, Roberto Martínez e Isidro Díaz, que aún siguen allí. El fútbol británico le fascina, pero el estilo de vida de las islas, no. "Añoraba España: allí siempre llueve, se come mal y no se sabe divertir". En diciembre de 1996 vuelve a Zaragoza. Juega dos años más en el filial y, disfruta de la familia a la que tanto echó de menos en Wigan.
El pasado verano, como las puertas del primer equipo seguían cerradas, vuelve a hacer las maletas. Le ofrecen jugar en el Chaves junto a otros cinco españoles -entre ellos, Carlos, un buen centrocampista que tuvo el Celta-, cuatro brasileños, un rumano y un croata, y, sobre todo, le permiten seguir en España: reside en Verín, cerca de la frontera con Portugal, a 22 kilómetros del estadio donde juega. "El entrenador no lo veía con buenos ojos, pero terminó cediendo".
Y allí, en Chaves, le va bien. Gana poco dinero (seis millones al año), pero se siente otra vez importante. Lleva seis partidos, siempre como titular, y ha marcado cuatro goles. Y las lesiones, por ahora, le respetan.
Es el mismo tipo bajito y peleón de hace ocho años y conserva las mismas ganas por triunfar. O más si cabe: "A lo bueno se acostumbra uno rápido; soportar lo malo es más difícil". El caso es que Seba, aquel gitanillo de 18 años que puso en pie La Romareda hace ocho temporadas, ha regresado.
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