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Democracia y adjetivos

SEGUNDO BRU Conocida es la tesis de Bobbio acerca de que en los dos últimos siglos de historia europea la confrontación ideológica crucial ha sido siempre, y sigue siendo, entre la izquierda y la derecha. Lo cual que parece algo obvio -incluso en esta cotidianidad de centros y centristas- aunque, como también afirmaba otro, todo está dicho ya, pero como nadie hace caso hay que repetirlo todos los días. Cuando la derecha alemana, francesa, italiana, española, reaccionó violentamente contra los avances electorales de la izquierda, contra sus adversarios políticos, buscando el poder bajo cualquiera de las muchas caras del fascismo, acuñó términos como democracia corporativa, orgánica o nacional, hoy olvidadas. Otras denominaciones lanzadas desde sectores de la izquierda -de la izquierda comunista básicamente- han gozado lamentablemente de mayor longevidad, sean las democracias populares, de infausta memoria, o también las campañas denigratorias orquestadas en nombre de una supuesta democracia real contra lo que llamaban democracias formales o burguesas, descalificadas como perversas formas de algo que, sufragio universal por medio, era sin embargo la mejor expresión de lo que siempre se entendió como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Algunos profesores de la universidad de Warwick, claros inspiradores del programa económico laborista, son firmes defensores de la denominada democracia económica -a la cual Blair ha relegado por el momento de su parafernalia centrista radical- pero en tanto ésta se limita a las relaciones internas y al proceso de toma de decisiones en el seno de la empresa, no encaja exactamente, pese a su denominación, en el sentido amplio que damos al sistema en el que todos decidimos en las urnas lo que deseamos políticamente, y acatamos sus resultados no tanto porque sean intrínsecamente buenos sino porque estamos de acuerdo con la propia bondad del procedimiento en sí. En los últimos tiempos, como consecuencia de la necesaria discriminación positiva en favor de los sectores que la precisan, comenzando mayoritariamente por las mujeres y su histórica postergación, se ha dado en un nuevo concepto, el de la llamada democracia paritaria, cuya culminación ideal -que el PSOE quiere llevar a la práctica- supondría el imperativo legal de un número, igual o proporcionalmente reglado, de hombres y mujeres en todas y cada una de las diferentes listas electorales. Entiendo y comparto los objetivos que se persiguen, pero aunque quizás no sea políticamente correcto me asaltan serias dudas sobre el camino a seguir. El mandato constitucional por el que los poderes públicos están obligados a remover los obstáculos que impidan la plena participación de todos los ciudadanos en la vida política puede chocar con el derecho fundamental a la libertad de asociación, sólo limitada por el carácter no delictivo de sus fines, la cual podría ejercerse en un partido misógino, pongamos por caso. Por lo cual, una vez retorcido el argumento hasta el absurdo, sigo sin ver posibilidad alguna, salvo criterio mejor fundado en derecho y contradicciones constitucionales al margen, para impedir que cada partido, según su propio criterio democrático, haga o deje de hacer en este asunto de su capa un sayo y allá él y sus resultados electorales.

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