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Rolando Campos

En julio nos despedimos de familiares y amigos efusivamente, como si fuéramos a sufrir una larga separación, como si algo importante fuera a cambiar en nuestras vidas; son manifestaciones de alegría, deseo de demostrar nuestros sentimientos y afianzar los vínculos que habrán de soportar la prueba de todo un mes de vacaciones, como cada verano. Sin embargo, a veces ocurre que esa despedida coincide con la separación profunda que se pierde en la negrura donde se acaba el tiempo. Así ha sido este año. Precisamente el día primero de agosto, fecha en la que tanta gente sale de su casa con ilusiones de descanso y diversión, cuando muchas ciudades de Andalucía se quedan tranquilas y silenciosas, aletargadas, sesteando panza arriba y descoloridas por el sol, sonó el teléfono sobresaltado y amenazador para comunicarme la muerte del amigo y artista Rolando Campos. Fueron muchos los años de amistad y el tiempo no es lo que pasó ni lo que permanece, sino nuestra ubicación con el pasado y el presente a cuestas, con esa huella que siempre deja para que podamos mirar atrás, en el recuerdo, y verlo venir en el futuro como ausencia. Un tiempo que Rolando desmitificó en su obra como verdad perenne: desdobló la imagen multiplicándola en un devenir sucesivo, momento a momento, sentir tras sentir, movida siempre, para desencantarnos de ese falso sentimiento de eternidad que produce el embeleso ante la belleza. Un cuadro suyo fascina y trastorna al mismo tiempo porque no permite descansar la mirada ni relajar el placer; presenta una realidad perfectamente reconocible en lo que tiene de instante, casi de no ser. Sus objetos se reproducen y se pierden en los grises tal como la reverberación musical de una cuerda de la guitarra desaparece en el tiempo. Construye una dialéctica con el mundo de las cosas a través del movimiento continuo, la sorpresa y el desplazamiento. El decir de Rolando era coherente con su manera de hacer, comenzando siempre, sin cesar de buscar y ensayar y encontrar un hallazgo en un fragmento. Hallazgo que no debía a la virtud y precisión de nuevas técnicas sino que era fruto de la improvisación, la imaginación y el esfuerzo. Un comienzo, un error, una torpeza, daba lugar a una idea que exigía un material o un instrumento que fabricaba con primor a partir de cualquier objeto que tuviera a mano. Entre el instinto y la sabiduría, con gran capacidad de discernimiento para descubrir y enjuiciar el espíritu de las cosas, para aceptar o rechazar sin vacilaciones lo que es adecuado para representarlo y ponerse a trabajar en ello con empeño, abierto a la sorpresa y conocedor del acierto, su deseo tomaba la forma que en ese instante reconocía como suya y como la que había de ser. Por eso, y quizá porque su vida transcurría entre descubrimiento y descubrimiento, lo recuerdo siempre sonriendo y con muchas ganas, de oreja a oreja, con los ojillos apretados por el contento. Así deseo imaginar también su muerte, indolora, esa que, según un personaje de Faulkner, "coge por sorpresa y ataca por la espada a la inteligencia".

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