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Alguien voló sobre el tótem del McDonald's

Cuando Walt Disney ama a Electra, coloca a Sófocles de pensión completa en la Escuela de Chicago y Newsweek lo airea a todo color en su portada ordeñando cabras, a la sombra de un laurel alejandrino: el sueño americano se emperifolla con una arqueología de lance en la chatarra ilustrada de poetas, sofistas y dioses griegos. Pero más imaginario parece que un intelectual audaz, crítico e ilicitano consuma un año en la Universidad de Harvard y otros dos en Filadelfia, paseándose por la memoria de la Independence Square o por el laberinto oleaginoso de sus muelles, sin dejarse seducir por el canto de las hamburgueserías. Vicente Verdú soportó el acoso de los McDonald"s, de los Kentucky Fried Chicken, de los Burger King y de tantas otras idescifrables pitanzas, sin duda, alimentándose clandestinamente con bocadillos de tortilla a la española o de chorizo bien curado al humo. Pero indagó mucho y descubrió cómo aquellas gentes inflamadas de fe se meten a Dios, cada mañana, entre pecho y espalda, con los Kellog"s del desayuno. Por último, su habilidad le permitió salir ileso de la peripecia: dejó atrás un cosmos donde flamea la bandera del libre mercado y la providencia le suministra energía a Bill Clinton, en el surtidor bíblico de los salmos de David. Vicente Verdú a su regreso de tan turbador programa de software confesó que su propósito de emular a Alexis de Tocqueville quedaba aplazado, de momento. Pero, después de una larga reflexión, escribió un texto apasionado, irónico, penetrante y demoledor: El planeta americano. El texto recibió el premio Anagrama de ensayo. Si de la obra de Alexis de Tocqueville, publicada en la primera mitad del siglo pasado, se dijo que era "el más grande libro sobre un país redactado por un ciudadano de otro"; de la obra de Vicente Verdú, publicada hace dos años, se dice que es "el más incisivo libro sobre un espacio absoluto redactado por un ciudadano de cierto país emplazado probablemente alrededor de Guatemala". Vicente Verdú generosamente disculpa la nesciencia de los estudiantes de las clases superiores de high school: "No debe tomarse a mal: a veces también titubean sobre el emplazamiento de Estados Unidos". Qué suerte la de tan aventajados educandos. Después de advertir a los europeos que la aceptación del modelo América, como designio de nuestro futuro cultural, equivale al suicidio, Vicente Verdú voló a China y sobre China tomó apuntes de sexo, de Mao, de té verde, de capitalismo neoliberal, de Confucio, de corrupción, de oriente versus occidente, de rockeros y budistas, de Xiaoping, de Pollo a la concubina imperial, una gastronomía con papilas erógenas: China superstar es un fluido y fascinante análisis de aquella enigmática enormidad. Pero mucho antes, de adolescente, Vicente Verdú jugaba al balón en las playas de Santa Pola y le ponía talento, voluntad y querencia: seguro que hubiera llegado a internacional y pichichi, pero se paró en periodista y en doctor en Económicas por La Sorbona. Ahora, vuelve a Santa Pola en verano y pasea por las mismas playas y evoca un regate resuelto en un torbellino de arena y la gloria de un gol flotando en el Mediterráneo. Nació en Elche, en octubre de 1944 y se hizo bachiller en Valencia. De la afición de su adolescencia y de la observación adulta y minuciosa de un deporte que es espectáculo y fenómeno social, le salió aquel libro El fútbol: mitos, ricos y símbolos, después de escribir, entre otros, Noviazgo y matrimonio en la burguesía española y Las solteronas, mientras le daba al periodismo en la revista y diario, más tarde, SP; en la Gaceta Ilustrada; en Cuadernos para el diálogo, ya de redactor-jefe; en la Revista de Occidente; y finalmente en EL PAÍS, donde desempeñó la responsabilidad de Opinión y Cultura, y donde levanta su habitual columna salomónica de lucidez y cacheo de la actualidad. Como ilicitano regresa a Elche, a sus amigos, a su infancia, y en agosto es un trasunto del Misteri que ha pregonado y lleva en sus órganos. Días sin fumar su propia experiencia en un intento de apartarse del tabaco, como Zeno, el personaje de Italo Svevo. En definitiva, el humo del tabaco, es el único y modesto incienso que puede permitirse un escritor en la intimidad de su papel.

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