La nave que se volvió palacio
La capital dedicó al navegante vasco Miguel López de Legazpi, domador de océanos y conquistador de las islas Filipinas, una plaza a la orilla del domesticado Manzanares, en su ribera más feraz, pues en ella tendría asentamiento el mercado de frutas y verduras y el matadero municipal. Legazpi ha sido hasta hace unos años la despensa de Madrid, su estómago, un asentamiento lógico en la anatomía urbana por su proximidad a la estación de ferrocarril de Delicias y a un importante nudo de comunicaciones.Y así, sin comerlo ni beberlo, el nombre del marino de Zumárraga, familiarmente despojado de su nombre de pila y de su primer apellido, se convirtió en la capital en sinónimo de mercado y se asoció con los frutos de la tierra y con las domesticadas criaturas terrestres allí sacrificadas. La desaparición del mercado y del matadero, rehabilitado como centro cultural y parque de la Arganzuela, cambió hace unos años la fisonomía urbana, humana y comercial del barrio, que inició una nueva andadura, menos ajetreada y contaminada, y menos bulliciosa, tras el cierre o la transformación de bares y comercios directamente relacionados con las actividades y los ocios de los trabajadores de la zona, aves nocturnas y laboriosas que imprimían color, olor y sabor a las madrugadas de Legazpi, un menú para estómagos curtidos, un guiso primordial elaborado con materias primas autóctonas y rehogado en sudor, alcohol y gasolina.
Una destartalada gasolinera permanece como único recuerdo de un ayer que ha desaparecido de repente. La nueva plaza de Legazpi ha sido recientemente ajardinada y monumentalizada con dos caballos alados y montados por apolíneos jinetes que un día cabalgaron sobre el frontispicio del Museo de Fomento (hoy Agricultura) en la glorieta de Atocha, hasta que el grupo escultórico del que formaban parte fue descabalgado por exceso de peso y sustituido por copias más ligeras. Las dos figuras mitológicas, concebidas por su creador, Agustín Querol, como escolta de una efigie central, se enfrentan en ambos extremos de la glorieta, huérfanas, partidas por el eje porque su guía, la estatua principal, ha sido colocada en una plaza del otro lado del río.
Los muros de ladrillo ennegrecido del antiguo matadero se prolongan bajo los olmos del paseo de la Chopera y se abren para dejar libre la perspectiva de la Casa del Reloj, la antigua iglesia de un matadero concebido en 1908 por su arquitecto, don Luis Bellido y González, como una ciudad en miniatura con viviendas para los trabajadores, fonda y restaurante. Bellido obvió la siempre ominosa funcionalidad de estas instalaciones con una edificación humana y popular, ladrillo y azulejo de traza neomudéjar, un estilo resucitado, muy en boga a principios de siglo, que ha dejado en Madrid obras singulares.
Son las tres de la tarde de un soleado domingo veraniego. Cerrada a cal y canto, rodeada de silencio, la Casa del Reloj parece en efecto la iglesia de un pueblo fantasma. Repican pausadamente las campanas desde la torre grácil y discreta, y sus ecos se imponen por un instante al sordo rumor de la cercana M-30. Sobre un rectángulo de césped se recorta la figura sedente de una joven adoradora del sol que lee el periódico mientras se broncea en la proximidad del estanque. La bañista solar parece ser, a excepción del sudoroso cronista que la observa, la única figura humana en la vasta planicie que centra la antigua nave de patatas del mercado, pomposamente rebautizada por los munícipes como palacio de Cristal de la Arganzuela en un alarde de prosopopeya castiza que firma, en la correspondiente placa conmemorativa que figura a la entrada, el gran inaugurador y primer edil de la capital, don José María Álvarez del Manzano, cuya varita mágica transformó el modesto almacén en rutilante palacio que hoy alberga jardín de plantas, un exótico invernadero de cuya grata frescura no puede gozar el acalorado cronista a causa del horario.
Ajena al calor, quizá nostálgica de su clima natal, una opulenta dama caribeña, deportivamente vestida con todos los colores del arco iris y tocada con una gorra de béisbol, cruza sin prisas la zona más desértica del parque, donde las láminas de agua, de las que habla un cartel explicativo, se han evaporado dando paso a improvisados vertederos. Algún rótulo superviviente, como el que indica "Establo de terneras", recuerda a los paseantes el industrioso y cruel pasado de este pacífico parque que se extiende a lo largo de un buen trecho de la ribera de la M-30, que le ganó terreno al cauce del indefenso y tímido Manzanares. En una puerta lateral de la Casa del Reloj, en cuyo marco figura la inscripción "Restaurante y fonda", un explícito pasquín da cuenta de las actividades culturales que hoy alberga o patrocina la junta municipal, un variadísimo programa que ofrece exóticos cursos de ikebana y de rakú, milenarias artes japonesas del adorno floral y de la cocción de cerámica, respectivamente, y también visitas guiadas al Manhattan madrileño de Azca y conferencias sobre los encantos de Roma, París y Venecia, conciertos musicales, clases de astronomía y campamentos de verano para los vecinos de la Arganzuela.
En el entorno más cercano al edificio principal es donde mejor se percibe el rastro del pasado, el peculiar encanto de la revolución industrial en su faceta más amable y humanizante. La plazoleta de la Casa del Reloj, con sus árboles casi centenarios y sus construcciones de ladrillo, parece cualquier cosa menos lo que fue.
En la plaza, junto a los muros del matadero y del mercado, aún persisten negocios relacionados con el transporte, nuevos bares y cervecerías vinieron a sustituir a los que cerraron cuando el voraz estómago de la ciudad fue trasplantado a otra parte de su anatomía, y el barrio, día a día, aprendió a sobrevivir una nueva y dura vida al sur de la ciudad ancha y ajena.
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