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Tribuna
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Los feriantes

Como los automóviles y las ciudades, como la ropa y la decoración de las casas, los rostros humanos se someten a la moda, cambian con las épocas, forman parte de los hábitos de un tiempo, esas costumbres matizadas del vivir que cargan de sentido histórico las fechas de los almanaques y las esferas de los relojes. Hay caras que sólo pertenecen a un decorado, ojos y pieles que resumen unos momentos, una situación, con la misma exactitud que las canciones sentimentales o las promesas de los políticos. Cuando un día, pasados los años, reaparecen en los televisores con su guarnición de gafas y chaquetas envejecidas, nos devuelven de golpe a otro argumento de nuestra existencia, agitando la melancolía en la coctelera de la fragilidad y el ridículo. Las inconsistencias del pasado se transforman fácilmente en una vengativa intuición del futuro. Las caras de los feriantes pertenecen a otra época. En su descuidada quietud, son un espectáculo mucho más fascinante que el vértigo de las nuevas atracciones, maquinarias espaciales que retuercen a la gente en el aire y llenan las cabezas de puro vacío eléctrico. Mientras mis hijas y sus amigos disfrutan de los columpios del Corpus, cada vez más sofisticados, laberintos cibernéticos y túneles de realidad virtual, yo me entretengo observando la cara prehistórica de los feriantes. La prehistoria sentimental, como la arqueología epidérmica, supone un concepto elástico del tiempo. Hay caras que estuvieron de moda durante dos siglos y mutaciones que en veinte años provocan un terremoto figurativo, una frontera tajante que convierte los rostros de una época en carne de fotografía. España ha vivido el último tercio de siglo en la noria de una mutación radical, muy acelerada por compensación de su antiguo retraso, y algunas caras que pertenecieran a nuestros días, a nuestros viajes, a nuestras relaciones con el mundo, forman parte hoy de la prehistoria. Ya no hay caras así, salvo en las barracas de la feria. Del mismo modo que los periodistas mantienen su ropa de paisanos entre las galas de los invitados a una celebración oficial, los feriantes conservan, entre el bullicio festivo y novedoso del público, la dureza rural de su piel, el tono rojizo de unas caras sin refugio, crecidas a pleno sol o pleno invierno. Hay pupilas que reflejan orgullo, desprecio, miedo, dignidad, desconfianza, torpeza, socarronería, pero nunca la simple conciencia de unos derechos, la costumbre del respeto y la calefacción. Y a la hora del lujo, sobre todo en las taquilleras muy pintadas, la dureza se hermana con la falsedad, un punto hortera y levantina, de los cosméticos chillones, la bisutería grandilocuente, los collares y los pendientes de burdel antiguo, las imitaciones de Rolex con olor a cocido, el avasallador despilfarro de la necesidad. Acostumbrados a quedarse fuera del espectáculo, cortando entradas o accionando palancas, los feriantes también se han quedado al margen de esa barraca de feria que llamamos progreso. La multitud pasa, se sube en las naves espaciales, grita, recupera la respiración y se aleja. Los feriantes no sólo llevan otra ropa; tienen otra cara, otra piel. Algo más serio.

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