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Marinero en el Retiro

En el Grao de Valencia, por la parte del Cabanyal, nació Joan Lerma i Blasco, el 15 de julio de 1951, y es capitán de su propio barco: el Samaruc, fondeado en Calpe. En el Grao de Valencia, las goletas y los vapores zarpan con la estiba colmada de esquejes y seda joyante, de azulejos y semillas, de abanicos de encaje y pipas de mistela, de abarrotes y barullos por unos muelles atufados de tripas de pescado, de grasas tornasoladas, de arroces a banda. Si un adolescente impregnado por la gracia de las lejanías, escruta más allá de ese mundo de cromo y memoria, verá todo lo imaginable: el Mediterráneo y sus costas de fogatas y arrayanes, de pilotos beodos y refinerías de petróleo, de cúpulas de obsidiana y de tejedores de redes, de marines con el dólar tatuado en el esternón y templos saqueados, de rascacielos y vertidos letales. Y el adolescente verá, en medio de las aguas, la vela latina de un jabeque, de un falucho, de un laud. Y será capitán. Y así le sucedió a Joan Lerma. Antes de los 32, tímido y firme, ascendió a la presidencia de la Generalitat Valenciana y ocupó gloriosamente el emblemático Palau. Nadie podía ni puede enturbiar aquella hazaña: las primeras elecciones autonómicas de mayo de 1983, izaron toda su juventud al esplendor del ejecutivo. Si Crates llevó su patria a cuestas, Joan Lerma llevó su voluntad de poder y una experiencia acumulada en muy pocos años: conseller de Trabajo en el frágil gobierno preautonómico que encabezó Josep Lluís Albiñana, durante los años 78 y 79; diputado por Valencia; secretario general de la federación socialista, la segunda en tropas, después de la andaluza; jefe del citado pregobierno cuando las transitorias Cortes Valencianas le confiaron el empleo que desempeñaba, por entonces, el centrista Enrique Monsonís; ingresó en la ejecutiva federal del PSOE, en octubre del 81. Joan Lerma, parco y astuto, hábil en las cartas de marear, alojado en el carisma de Felipe González, jugó sus naipes en solitario, abrillantó la gracia de las lejanías y se vio a sí mismo de inquilino vitalicio en aquel inmueble de instantáneas góticas. El Palau de la Generalitat fue para su presidente como la barricada ascética de tonel de Diógenes: una atmósfera de filosofía, atún y calamares. Durante tres legislaturas, aguantó el embate de los dardos y mantuvo las distancias. Escueto de palabra y desconfiado, no consintió ni la sombra ni el centelleo de quien pudiera desplazarlo de su destino. Y no dudó a la hora de aniquilar políticamente a cuantos se apartaron de su magisterio: les hizo una rápida lectura de la cartilla, antes de reintegrarlos a la vida privada o una covachuela para los eclipses. La timidez y la opacidad en las decisiones espinosas dan frutos prematuramente ajados. Maruja Torres escribió: uno de los comentarios más ingeniosos y acertados que se hacen sobre Lerma es que tiene las constantes vitales muy bajas: lo cual le permitirá durar mucho en política. Por el contrario, los enemigos que ha ido dejando por el camino resultaban mucho más burbujeantes, y la brillantez les perdió. A Joan Lerma le perdió su mediocridad frente a la mediocridad de Eduarzo Zaplana, cuando ahora se cumplen tres años de aquella justa escalada de tósigos entre los contendientes. Luego, el aspirante vencido abandonó el campo y buscó el decorado ministerial que le montaron en Madrid. Decorado para contadas funciones, porque una temporada después, entregaba vestuario y cartera de Administraciones Públicas a Mariano Rajoy. El joven economista que peleó por las libertades en la Universidad de Valencia y que dispuso de todo el poder autonómico, anda taciturno, desconcertado y vestido del color de la amargura. Nunca ha sido propicio a la intriga, sí a la maquinación; nunca al fasto, sí a la austeridad, a la honestidad, a la voluntad. De "El príncipe" a "El principito", el futuro no se despeja en la melancolía, sino en la brújula y el astrolabio del marinero en la mar.

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