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Antic y la indigestión del éxito

El éxito le hizo daño. Radomir Antic conquistó el doblete con el Atlético en su primer año, un galardón de indiscutible mérito, pero no supo digerirlo. Fue a partir de ese día de gloria cuando el técnico serbio fue cultivando su propio deterioro. Se sintió con la autoridad necesaria para desarrollar una teoría de la que estaba convencido hacía mucho tiempo antes: él era el mejor y se sentía capacitado para diseñar el futuro del Atlético dentro y fuera de la cancha. Esos delirios de grandeza acentuaron algunos rasgos de su personalidad -la vanidad, el rencor, la soberbia, el autoritarismo- y le llenaron el camino de enemigos irreconciliables, dentro y fuera del vestuario. Su trabajo como entrenador había sido notable. Contribuyó a dotar de estabilidad al club más convulsionado de la década -no hay que olvidar que Antic era el técnico de Primera que más tiempo llevaba en el cargo- y se mostró interesante en aspectos propios de su oficio: el diseño de los partidos, el minucioso estudio de los rivales, su pericia para los pequeños detalles, el saludable aire ofensivo de sus planteamientos.Pero tras el éxito empezó a no aceptar otras opiniones, desacreditó los fichajes que no llevaban su firma, puso la cruz a todo jugador que le llevó la contraria y se declaró inocente de todos los fracasos. Le salieron detractores de todas las esquinas, hasta de su círculo de fieles. Pero como fue ganando poder en el club, que finalmente le dio licencia para todo, se sintió crecido. Yugoslavizó la sociedad y se deshizo primero de Penev y luego, de Esnáider, Simeone y Solozábal. Intentó un golpe de efecto recuperando a Futre y recomendando el fichaje de Vieri. Su acierto al ver las posibilidades del goleador italiano fue indudable, pero tanto uno como otro engrosaron el plantel de enemigos. Un vestuario roto hizo el resto.

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