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Borrell

Cuentan que José Borrell llegó con gesto adusto aquella mañana al Consejo de Ministros. Que tomó la palabra y, dirigiéndose a los presentes en un tono fingidamente severo, aseguró que ya bastante afrenta había supuesto el que este Gobierno le concediera la medalla al trabajo a Lola Flores, artista con la que había mantenido un sonoro contencioso siendo secretario de Estado de Hacienda. "Lo de Lola pase", añadió, "pero eso de que le otorguemos ahora la medalla del Mérito a las Bellas Artes a Rocío Jurado, que me ha quitado el novio, es demasiado". Desconozco la circunstancia concreta en que perpetró la chanza, pero me consta que su éxito fue memorable. El episodio da una idea del tratamiento que recibían por parte de Borrell los rumores puestos intencionadamente en circulación y que fabulaban sobre sus relaciones personales. La ironía, el ingenio y el verbo lacerante fueron siempre las mejores armas de este catalán de La Pobla de Segur que ha cursado toda su carrera política en Madrid sin perder el acento de allí. Una procedencia que, a pesar de las rivalidades con Cataluña, aquí nunca le perjudicó en la vertiginosa escalada que inició en la Concejalía de Hacienda del Ayuntamiento de Majadahonda.Ahora, al presentarse como candidato a presidente en las primarias del PSOE, la militancia madrileña le ha prestado al exministro de Obras Públicas un apoyo rotundo porcentualmente sólo superado por el de las federaciones de Cataluña y Asturias. Un respaldo de casi el 70% de los militantes en una Federación Socialista Madrileña cuya directiva se había puesto explícitamente de parte de Joaquín Almunia. Circunstancia esta última que indujo, al margen de planteamientos ideológicos, a algunos guerristas a agarrarse a Borrell como a un clavo ardiendo expresándole su adhesión a pesar de la estrecha relación que siempre mantuvo con el sector renovador que lideraba Joaquín Leguina y de su presencia de antaño en el llamado Clan de Chamartín. El entusiasmo por la aplastante victoria de Borrell en Madrid planteaba el riesgo de que alguien cayera en la tentación de considerarla como una descalificación de la directiva que gestiona actualmente la FSM. Una interpretación que vendría a demostrar que no terminaron de captar el verdadero significado del proceso de primarias ni lo que los militantes madrileños han querido expresar de forma generalizada con sus votos. Las bases no se volcaron con Borrell por los apoyos que recibió desde el guerrismo en la oposición interna, ni tampoco le votaron para mostrar su desacuerdo con los renovadores que gestionan la federación de Madrid, ni por ninguna otra cuestión que tenga que ver con los viejos y aburridos enfrentamientos internos de carácter personalista que minaron la credibilidad del partido en la región hasta sumirle en la más completa desolación. A José Borrell le votaron porque les ilusionaba más que su rival. Le votaron porque logró transmitir mejor el espíritu de renovación y afán de victoria en un partido que lleva años intentando salir de las tinieblas. Y le han votado, sobre todo, porque tiene pegada y se lo imaginan en un debate público con Aznar poniéndole las peras a cuarto. Puede que Almunia fuera mejor presidente del Gobierno que Borrell, pero la militancia ha visto claro desde fuera que Borrell era mejor candidato electoral que Almunia y que para gobernar hay que ganar primero las elecciones. Eso era lo que se decidía en estas primarias del PSOE. Sólo eso y nada menos que eso.

Por lo que respecta a los ciudadanos madrileños sin carné del PSOE, muchos recordamos al Borrell que nos apretó las tuercas como secretario de Estado de Hacienda, al que construyó, siendo ministro de Obras Públicas, la providencial M-40 y completó la mejora en la red de cercanías. Le recordamos también porque dejó empatanado el aeropuerto de Barajas y por haber promovido y financiado uno de los pocos planes serios, ambiciosos y eficaces de rehabilitación del centro de la ciudad. A la mayoría nos complace, además, la forma en que un político catalán desde Madrid les pone nerviosos a los nacionalistas que gobiernan allí y mangonean aquí. Nos permite imaginar que no somos hijos de un dios menor.

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