20 años envenenado por las carreras
El corredor mas veterano del maratón, Eduardo Doctor, de 80 años, ha estado en casi todas las ediciones desde 1978
Hace algo más de veinte años, Esperanza, la mujer de Eduardo Doctor, le dijo, entre sorprendida y horrorizada: "¿Pero vas a ir con eso en el metro?". "Eso" no era sino la chaquetilla verde chillón del primer chándal que este hombre, entonces sexagenario, acababa de estrenar para participar en el Primer Maratón Popular de Madrid. Corría el año 1978, y en Carabanchel, donde Eduardo ha vivido siempre, chocaba ver por la calle a alguien en pantalón corto y zapatillas deportivas. "Los chiquillos me llegaban a tirar piedras y he tenido que oír de todo, desde loco hasta mariquita. Hoy, cuando los abuelos me ven correr por el parque, me gritan: "Aquí viene el campeón".
El pasado viernes, Eduardo fue a recoger ilusionado su dorsal a Mapoma (organizadora del maratón) para pisar de nuevo hoy la línea de salida junto a los 7.500 inscritos. A sus 80 años es el abuelo, el más veterano, aunque esa palabra le produce risa. "Qué manía", se queja, "con decir veterano, por qué no decir la verdad, viejo".
La ilusión se veía empañada por la sombra de una duda. ¿Le dejarían correr sus rodillas? El peso de los años, asegura, se ha fija do machaconamente ahí, en las malditas rodillas, que chascan obligándole a cojear y poniendo en riesgo su trote, ajeno a los imperativos del cronómetro. "A mi edad, corro para terminar, no para ganar. Lo bueno de no jugar contra la marca es que me permite regularme". Desde que corriera el primer maratón de la capital no ha faltado un solo año a la cita, aunque en tres ocasiones una neumonía y dos rinitis agudas le condenaron a ser un mero espectador.
El pistoletazo de salida del primer maratón madrileño lo dio el 21 de mayo de 1978 el entonces alcalde José Luis Álvarez. Tras el seco y sonoro "pum", una legión de casi 8.000 personas de todas las edades, sexo y condición -entre las que se encontraba el diputado por el PCE Ramón Tamames- se lanzó a la calle con mucha más ilusión que preparación.
"Muchos no habíamos corrido nunca y no sabíamos nada. Ahora, la gente sabe que, si no corre 80 o 100 kilómetros a la semana, no tiene nada que hacer", dice Eduardo mientras reconoce pícaramente que él, como otros muchos, hizo buena parte de los 42 kilómetros andando. La mayoría se riló al poco tiempo, entre ellos Tamames, quien dijo adiós en el kilómetro cuatro. Aun así, 3.645 corredores lograron traspasar la línea de meta del primer maratón madrileño.
Fue un éxito de convocatoria. Dos meses antes, el Primer Maratón de Cataluña sólo había logrado reunir a 183 participantes, todos ellos expertos fondistas. En Madrid, por el contrario, dos días antes de la carrera se acabaron los dorsales y los organizadores tuvieron que hacerlos a mano.
Pese a la falta de preparación de muchos corredores, el accidente más grave fue la lipotimia que sufrió un maratoniano diabético. Los males que aquejaron al resto de los 200 heridos registrados en aquella primera edición fueron rozaduras y torceduras. En total se distribuyeron 4.600 litros de zumo, 100 kilos de naranjas y limones, 25 de azúcar, 100 cubos de agua y 1.000 esponjas. Fue insuficiente. Los primeros 2.000 corredores al paso por los controles de avituallamiento barrieron con todo. Compusieron la estampa insólita de un Madrid sin coches tomado por los deportistas. Cuentan las crónicas que los desacostumbrados automovilistas no ahorraban improperios. El más común era mandarles a correr a una era.
Aquella experiencia enganchó a Eduardo y a muchos como él. Ma poma, dice, le ha enseñado otra forma de ver la vida y ha marcado un antes y un después en su existencia. "Me ha dado otro ánimo, otra ilusión, porque mi generación tuvo muy poca suerte. Nos marcó mucho la guerra". Hasta cumplir los 60 años, este hombre no había hecho nunca deporte, salvo pasear con su mujer por la Casa de Campo. A partir de ahí, correr se convirtió en un veneno que le aficionó al agua, a los abdominales mañana y noche, y a subir y bajar las cuestas del parque de San Isidro, junto a las tapias del cementerio, antes de ir a trabajar a la fábrica de cables familiar.
"Tiene que gustarte mucho, porque, si no, no te levantas todos los días, incluidos los domingos, a las cinco de la mañana y te metes 20 o 30 kilómetros. Dicen que los corredores somos masoquistas. Sufres, sí, pero disfrutas más", asegura Eduardo. Mira orgulloso los diplomas, medallas y copas que se han adueñado de paredes y muebles, ante el estupor de su mujer. "Menos mal que no son de plata y se limpian fácilmente", dice Esperanza, a quien la afición de su marido le ha hecho vivir dos sentimientos contrapuestos: la emoción y el miedo.
Ella y su hermana Dolores le siguen de carrera en carrera. Sabe que la mejor marca de su marido está por encima de las tres horas y media, pero cuando el primer corredor atraviesa la meta, comienza la tortura del "ay que no llega, ay que no llega". "En cuanto oigo una ambulancia, pienso que me lo van a traer en camilla. No lo puedo evitar", añade la mujer. Al final, este hombre menudo y bajito llega siempre, y en mejores condiciones que muchos jóvenes. ¿El secreto? Un tazón de té, dos galletas y dos aspirinas antes de la carrera. Y, por supuesto, no derrochar esfuerzos ni vituallas para evitar situaciones como la que vivió en uno de los primeros maratones, cuando el hambre anunciaba un desmayo al llegar a Atocha. "Empecé a comerme las mondas de naranja pisoteadas y, poco a poco, me recuperé".
Con 37 maratones terminados a sus espaldas, incluido el de Nueva York, Eduardo Doctor sabe dosificar hasta los piropos lanzados en cada esquina. "Oír el 'ánimo, abuelo' es emocionante, pero tiene un riesgo: te pica y, sin que te des cuenta, te hace cambiar el ritmo".
A partir de hoy, la meta estará en Sevilla, donde este octogenario competirá en los Campeonatos de España de Veteranos 400 y 800 metros. Les espera un nuevo viaje a él y a su pequeño club de seguidores. "Si no llega a ser por el maratón, sólo conoceríamos Madrid y Ciudad Real", afirma.
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