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Que tiemble el tigre

¿Quién podrá evitar que en el Masters de Augusta 98 comience el año de Tiger Woods dos?

Carlos Arribas

La Bastilla del golf cayó el 13 de abril de 1997. Esta afirmación absoluta, escrita en caliente, puede figurar en los documentos de la historia del deporte, pero es una verdad a medias. Leída con la distancia de un año hace enarcar las cejas a más de uno. La Bastilla, esto es el Augusta National Golf Club, se ha rehecho. El escenario de la revolución encarnada en la esbelta y flexible figura de Tiger Woods sigue ahí, bastión imponente y amenazante, a tres días del comienzo del Masters, el primer grande de la temporada, el más elitista, el más soñado.Voces se alzaron reconociendo una derrota ignominiosa del selecto club georgiano ante el avance de la potencia del nuevo golf. Es un campo de juguete, advertían muchos, en manos de cualquier jugador de larga pegada; allí, en las inmensas calles, en el no rough, el juego de hierros se reduce al toque corto; los terribles greens, duros como el pedernal, deslizantes como un espejo, se quedan en amenaza de boquílla si el tipo de la larga pegada puede dar el segundo golpe con un wedge o un hierro 9 y deja la bola siempre en un plano inferior al del agujero, consiguiendo, así embocar todos los hoyos sin necesidad de hacer tres putts en ninguno, sin fallar ninguno en un radio de dos metros y medio, y machacarse los 72 hoyos con sólo 109 putts. Esas fueron las claves de los 270 golpes (-18, récord del Masters) y los 12 de ventaja sobre el segundo (otro récord, que cae sobre las espaldas de Tom Kite, el segundo más oscuro en la historia del Masters) con que un californiano negro (otra novedad) de 21 años (más récord) llamado Tiger Woods ganara su primer Masters en su primera participación como profesional. Algo había que hacer para que el Augusta National Golf Club no acabara siendo conocido como el campo de entrenamiento del Tigre, para que el Amen Corner (los hoyos 11 a 13, los de los suspiros) no terminara siendo el Rinconcito del Tigre (-7 en sus cuatro pasadas por allí en el 97). Queremos búnkers allí donde aterrizan los drives de Woods (290 metros), exigían los expertos; hierba más alta y cortada de través para que no rueden sus pelotas por la calle, clamaban otros tantos. En vano.Cuando los jugadores empiecen a entrenarse hoy, un año después, notarán cambios mínimos, un par de arbolitos por aquí, algunas banderas más escondidas por allá y poco más. Nada de lo sustancial se ha modificado. Y por ello, precisa y paradójicamente, por esa renuencia al aggiornamento, la Bastilla sigue enhiesta, sólida, despertando temblores en los que se acercan a desa- fiarla. En todos, hasta en el gran Tigre.

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¿Cómo puede ser eso si Tiger Woods se confiesa "más maduro, más paciente, con mejor juego" que en 1997? ¿Cómo puede ser eso, cómo el escenario del Masters puede resistir un segundo embate del número uno del golf mundial que ya no tiene 21 años, que ya tiene 22, 365 días más pasados bajo los focos inextinguibles de la fama mundial que le han envejecido lo que 40 años a otras personas? Puede ser por una sencilla razón: no sólo tendrá que batir al campo de nuevo, también tendrá rivales.

1996 vio en el duelo inolvidable de Greg Norman y Nick Faldo quizás las últimas llamas de una generación, la de los nacidos a finales de 1950, los recién cuarentones ahora. 1997 llevó consigo la irrupción sin resistencia del Tigre, primicia primaveral de los nacidos en los 70, pero al anticipo se le sumaron unos cuantos a lo largo del año. Floreció, por fin, otro norteamericano, Justin Leonard, ganador del Open Británico; continuó desarrollándose el surafricano Ernie Eis, que se apuntó su segundo Open de Estados Unidos. Subidos a la valla, esperando para dar el salto están David Duval, Phil Mickelson, Jim Furyk, el inglés Lee Westwood, que tan a gusto se siente en Estados Unidos.

Todos ellos son buenos, todos ellos tienen la certeza de que cuando tengan una semana mágica, cuatro días en que los golpes les salgan como cuando sueñan con los ojos abiertos, podrán imponerse a no importa qué campo, no importa qué rival. Tienen consistencia -esto es, sus golpes malos no son tan malos como para pensar que no tienen nada que hacer-, pero uno de ellos, además, tiene genio, imaginación, tiene brillo propio, un carácter que no se desinfla en un grande en forma de manos de mantequilla.

Con ustedes, el único, el inigualable, el del swing suave como la seda, indolente como un amante maduro a sus 28 años, desdeñoso como el guapo que sabe que lo es, fluido como el tráfico a las cinco de la mañana en un pueblo de Castilla; con ustedes, el inimitable Ernie Els, el mejor cazador de tigres. Por lo menos, para ello se ha preparado todo el invierno con un programa de preparación física. Eureka. Lo que el golf necesitaba, lo que los grandes patrocinadores buscaban, lo que los aficionados ansiaban, ha llegado. Ya está aquí el Arnold Palmer que hizo más grande a Jack Nicklaus, el Adidas que da más valor al triunfo de Nike, el blanco que demuestra que el boxeo no es sólo un deporte de negros, el golfista apacible frente al nervio puro. Tiger Woods ya tiene Rival con mayúsculas. Fin de la hipérbole.

Colin Montgomerie, el escocés sanguíneo y, parecía, coriáceo, se deshizo como un pastelillo en las garras del Tigre el año pasado. No superó el desafío de jugarle de tú a tú en Augusta. ¿Pasará algo parecido con Els? ¿El gigantón surafricano, el Big Easy, será otro juguete, otra presa fácil en el territorio de las magnolias y las azaleas? Muchos pueden temerlo, pero otros repasan lo que ha ocurrido este año y sacan otras conclusiones. Els sufrió, una pasada escandalosa en el torneo de Tailandia a manos de Woods. Finito, que diría un italiano. Quiá, que exclamaría un castizo. Hace mes y medio, en el Nissan, en Estados Unidos, fue el surafricano quien remontó, forzó al Tigre a un play off, y allí, en ese dominio en que es un maestro -es el mejor jugador cara a cara del mundo- acabó con Woods. ¿Qué pasará en su tercer enfrentamiento? ¿Deberán ir ya encargando los organizadores una chaqueta verde talla XXL?

Dicen que Greg Norman sería capaz de matar por poder utilizar el vestuario de campeones de Augusta -taquilla de Tiger Woods: primera a la izquierda, debajo de la de Jim Burke Jr., con su nombre grabado en una placa de oro-; dicen también que el tiburón sería capaz de matar por poder cenar esta noche con los campeones pasados -menú, elegido por el Tigre: hamburguesas con queso y batldos de fresa y vainilla-; y que también sería capaz de matar por tener una chaqueta verde. Norman es humano. ¿Quién no mataría por un Masters?

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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