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Reportaje:PLAZA MENOR: SANTO DOMINGO

Poetas, centollos,y automóviles

Del santo patrón y anfitrión de esta presunta plaza no queda rastro alguno en el contorno, donde moraron monjas de clausura hoy reposan automóviles enclaustrados, la automoción antes que la devoción. El aparcamiento público que acabó con la plaza de Santo Domingo fue visto en su tiempo, un tiempo en el que la crítica estaba mal vista y la loa bien remunerada, como un paradigma de modernidad, como una iniciativa pionera en la solución de un problema insoluble, acuciante y creciente. El imparable incremento del parque automovilístico capitalino, incremento evaluado y publicitado por los propagandistas del régimen como síntoma de progreso y desarrollo, amenazaba la fluidez del tráfico rodado y avisaba sobre futuros e inevitables colapsos.'El aparcamiento de Santo Domingo, subterráneo, terráneo y superterráneo, usurpó los solares del antiguo convento que dio nombre a la plaza, un notable edificio construido en el siglo XII y demolido a mediados del siglo XIX para desamortizar y liberar un nuevo espacio de uso ciudadano, descongestionando la abigarrada y encajonada trama del centro urbano. En los albores del siglo XX, en plena euforia futurista, nace el proyecto de la Gran Vía, como eje Este-Oeste que bifurca la calle de Alcalá y pone en tela de juicio el heliocentrismo de la Puerta del Sol. Callejones ínfimos y turbios, reductos imsomnes de la golfería noctámbula, de la prostitución y el lumpen caen bajo la piqueta del progreso. El siglo XX quiere romper con todo, España entera quiere olvidarse de su pasado más reciente, de las humillaciones de ayer, de las infaustas secuelas del 98 en una huida hacia adelante.

Pero la orgullosa Gran Vía pronto se quedará pequeña, la gran arteria no tardará en verse taponada, obstruida por los sedimentos del tráfico rodado. El aparcamiento de Santo Domingo nace como remanso, aliviadero, atracadero en el cogollo del rompeolas, rompeleches de todas las Españas, pero los navegantes de asfalto no conciben que haya que pagar peaje por aparcar su embarcación, el parking es todavía un vocablo exótico, un anglicismo y los conductores insumisos están acostumbrados a atracar donde mejor les cuadra y a considerar las multas que celosos municipales prenden en sus limpiaparabrisas como un simpático regalo del Ayuntamiento que entretiene el ocio de sus vigilantes ordenándoles repartir estas notificaciones casi siempre ilegibles y casi nunca abonables.

El aparcamiento de la glorieta de Santo Domingo acabó con la glorieta propiamente dicha y asombró durante mucho tiempo a los madrileños que solían aparcar en su entorno para contemplar la moderna obra de ingeniería urbana y proferir frases de admiración o reprobación. Tal vez la construcción del singular edificio contribuyó a poner de moda fugazmente esta zona subsidiaria del epicentro bullicioso de Callao. En los años sesenta, la boutique Angie Cat era una informal y mínima sucursal de Carnaby Street y el Chelsea abría su cueva en la noche a la música de jazz. Luego el club, llegados los primeros calores de la transición cambiaría los saxos por los sexos y el swing por el strip-tease, en vivo y a corta distancia dadas las reducidas dimensiones del local.

En la zona de Santo Domingo algunas discotecas pioneras del rock and roll y otras hierbas se han transformado en salas de baile para pensionistas de la tercera juventud. El edificio del aparcamiento - ya no asombra a nadie y parece que se achata día a día como si no quisiera ser menos subterráneo que sus nuevos compañeros y competidores. La mole de hormigón ha convertido las dos riberas de la glorieta en callejones creando extraños y sombríos recovecos, un ambiente pintiparado para el brillo discreto de los neones golfos. Un pasaje inquietante propicio a las apariciones donde, según la leyenda, abren sus puertas, sólo para los iniciados varias tabernas fantasmas, sitios que uno juraría que llevan muchos años cerrados y que un día aparecen abiertos, tétricamente invitadores bajo la mortecina luz de sus bombillas polvorientas, locales atendidos por amables y reservados espectros que sirven botellines de cerveza enfriados en una lóbrega cripta.

Otros fantasmas, especie siempre reacia a mudarse de barrio, optaron, sin embargo, por la fuga definitiva, desalojados por la bulliciosa riada que desciende de Callao. Resistió hasta hace muy poco el antiguo Café Varela, donde el castizo y bohemio poeta Emilio Carrere escribió sus pintorescas estrofas, tal y como recordaba una severa placa de mármol ofrendada por sus ex contertulios. En el Café Varela la tradición de las tertulias literarias y las veladas poéticas sobrevivió a la guerra y a la aún más difícil y larga posguerra. Con una tenacidad inusitada para un gremio disperso entre musas y musarañas, los poetas siguieron aferrados a su café con leche, durante décadas y décadas; su voz cada vez más ahogada por el estrépito de la cercana Gran Vía y las bocinas horrísonas de los automóviles que mugían a las puertas del aparcamiento, establo. Lo soportaron todo menos la última provocación, que consistió en instalar una marisquería oceánica en sustitución de su confortable pecera. La lujosa fragancia de los crustáceos chocaba en las ascéticas pituitarias de los poetas y ofendía sus depauperados bolsillos. Las frágiles musas son alérgicas al marisco, los poetas no huelen a gambas, ni catan el centollo, ni soportan la lánguida mirada de las langostas cautivas en su acuario y destinadas al sacrificio.

La crónica íntima de las tertulias y veladas del Varela en los años cincuenta la escribe en su novela Poetas de café, Adelaida Las Santas, poeta y contertulia del establecimiento. Editada en 1959, con un dibujo de Antonio Mingote, asiduo del local, en la portada, la novela de corta difusión ha sido reeditada en 1995, transformada por el tiempo en un valioso testimonio, sobre la cultura madrileña de los oscuros años cincuenta. Una crónica inédita que va descubriéndose en recientes libros de memorias y que aparece tangencialmente en algunas novelas de estos días.

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